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Sindicalismo y política
La crisis de representatividad del sindicalismo, en todas sus variantes, plantea interrogantes mucho más profundos que la simple continuidad de las anquilosadas conducciones gremiales.
11.08.2014 11:53 |
Giménez Manolo |
El modelo sindical argentino se forjó a la sombra del proceso de industrialización sustitutivo, surgido como consecuencia –en la economía local– de la crisis europea que culminó en la Segunda Guerra interimperialista. De allí que la identificación de las organizaciones de la clase obrera con el peronismo responda, desde entonces, al rol que cumplieron desde1943 como instrumento del Estado en la consolidación del mercado interno –base de sustentación de la nueva burguesía nacional surgida en este proceso–, promoviendo gremialmente la ampliación y capacidad de compra del salario popular.
Tal esquema de relación funcionó de maravilla mientras se mantuvo, aunque en forma cada vez más declinante desde 1952, este paradigma económico. Pero a partir de 1976, cuando el Videlato inició una nueva era –acorde a las nuevas coordenadas del capitalismo mundial–, orientada a la valorización financiera más que a la producción de bienes y servicios, la relación del sindicalismo con el Estado –y, por ende, con la política– fue cambiando paulatinamente.
La derrota electoral de 1983 marcó el fin de la relación estructural de los sindicatos con el peronismo. Los jóvenes dirigentes de la llamada Renovación Peronista descubrieron los beneficios de la social democracia y comenzaron a sacarse de encima el estigma del "pacto sindical militar", enarbolado por Alfonsín en su exitosa campaña electoral. Por otro lado, el uso de las decenas de municipios obtenidos tras las elecciones remplazaba sobradamente los beneficios de padrón y financiamiento de los gremios.
A partir de allí, las organizaciones sindicales se convirtieron en siervos del Partido Justicialista. Desde allanarle el camino de las elecciones de 1989 en la constante confrontación con el gobierno radical, hasta acompañar a Menem en el desguace del mismo Estado que habían ayudado a construir durante el peronismo clásico. Muchos dirigentes, en tanto, se volvieron empresarios y amantes de la buena vida.
Aunque, para adaptarse a los nuevos tiempos, fue necesario que los sindicatos suspendieran la dinámica de la representación, cuyo motor interno fueron siempre las comisiones internas y el cuerpo de delegados, puesto que la asociación con los sucesivas gestiones de signo justicialista no podían ser compatibles con las asambleas y la opinión de las bases.
En este sentido, es justo aclarar que la mayoría de gremios estatales –reunidos en la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) desde su creación en 1991– siguió manteniendo la horizontalidad. Pero también hay que señalar que la situación de estos últimos es distinta de los sindicatos del sector privado, en los que respecta a las negociaciones salariales: para unos, el Estado es un aliado; para otros es, sencillamente, el empleador.
Pero al margen de tales detalles, lo cierto es que el sindicalismo argentino llega a este (¿último?) tramo del (¿último?) gobierno justicialista completamente diezmado y vacío de contenidos, tanto programáticos como sociales. Hay cuatro centrales sindicales y ninguna puede mostrar que su relación –actual o pasada– con el oficialismo ha dado los resultados que esperaban. Ni la personería gremial de la CTA, ni la exclusión de los salarios del Impuesto a las Ganancias y ni siquiera las medidas de fuerza han logrado sumar un trofeo a las alicaídas conducciones que, al mismo tiempo, están todas sospechadas (con razón) de enriquecimiento personal o familiar.
Al tiempo, una nueva amenaza aparece para ellas en el horizonte. Según el abogado laboralista Julián De Diego, en la mayoría de las empresas las bases desbordaron a los dirigentes y hoy la rebelión en los lugares de trabajo empieza con los delegados, donde las corrientes de izquierda crítica están comenzando a ganar espacio e impulsando un nuevo protagonismo dentro de las estructuras sindicales.
Lo cual no está mal, en principio, pero en la mayoría de los casos –PTS, PO, MST, etc.– se trata de planteos puramente reivindicativos, que retrotraen la situación de los sindicatos al escenario histórico pre peronista. Esto es, un modelo de sindicato centrado en la lucha gremial y salarial, de perfil pretendidamente "clasista" y desprovisto de un plan para llevar a cabo las distintas funciones del sindicalismo moderno que, necesariamente, suponen un vínculo político y operativo con el Estado nacional.
De imponerse esta tendencia –lo cual es altamente probable, si las anquilosadas conducciones no saben viabilizar el alto nivel de conflictividad gremial que se viene– lo más probable es que aumente la dispersión y la brecha entre la práctica sindical y la gestión del Estado, cuya confluencia sólo pudo conseguirse en la experiencia del peronismo. Porque aún cuando la izquierda avance en la vida interna de los gremios, nada indica que aumentará su caudal electoral en la política de partidos. Y, por tanto, nada indica que llegará a conducir los destinos del Estado nacional.
Por el contrario, lo más posible es que los mismos trabajadores inclinados hacia una conducción gremial de izquierda dura voten, al mismo tiempo, una opción de desarrollo económico expresada en términos de conservadurismo liberal, al estilo de Massa, Macri o Scioli. Pues en la sociedad argentina no hay antecedentes de una transferencia de liderazgos de lo gremial a lo político, dado que la movilidad social clase obrera argentina depende mucho más del desarrollo de tipo nacional burgués que de la "lucha de clases" predicada, extemporáneamente, por los partidos trotskistas.
Y no es que nuestro proletariado sea conservador o contrarrevolucionario. Por el contrario, se trata de una nítida expresión de conciencia de clase en un país periférico o subdesarrollado, donde no es el capitalismo nacional, sino su ausencia, el principal problema a resolver frente al predominio de las corporaciones financieras trasnacionales.
Tal vez, entonces, lo que esté haciendo falta sea viabilizar un nuevo movimiento de masas capaz de remplazar la cáscara vacía en que, gobiernos y sindicatos, han convertido hoy al peronismo. Y tal vez sea ya tiempo de que la clase obrera deje de ser la tan vapuleada "columna vertebral", para pasar a ser parte de la cabeza del nuevo pacto nacional y social que reclama la mayoría de los argentinos. Ojalá aparezca la fuerza política que lo entienda.