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De salarios y abastecimientos

Una llamativa brecha se abre entre los fundamentos parlamentarios y las acciones de gestión de las huestes cristinistas.

22.09.2014 11:39 |  Giménez Manolo  | 

Gracias a ciertas presencias sospechosas de la oposición parlamentaria, el oficialismo logró dar quórum e imponer en Diputados la reformada Ley de Abastecimiento que, según el secretario de Comercio de la Nación, Augusto Costa, "amplía los derechos de los consumidores". La presidenta del bloque oficialista, Juliana Di Tullio, coincidiendo con el funcionario en cuanto a los supuestos objetivos de la nueva norma, aumentó la apuesta y dijo que la Argentina "necesita un Estado fuerte para generar más derechos a nuestro pueblo frente a las posiciones dominantes, para tener una relación más equitativa entre producción y consumo".

¿Quién no podría estar de acuerdo con esto? Al menos en los sectores populares, casi nadie. El problema es que tales declaraciones provienen del mismo Gobierno que, en los últimos años, pareciera haber depositado todo su esfuerzo en sentido contrario. Bastaría considerar que la inflación para 2014 está prevista –en los análisis más optimistas (los cálculos oficiales no son optimistas, son mentirosos)– del 40 por ciento con un dólar oficial cercano a los $10 (esta última estimación se hace siguiendo los indicios que ofrece el propio proyecto de Presupuesto, elaborado por los técnicos del Palacio de Hacienda).

A primera vista se diría que el escenario económico no es del todo propicio al libre despliegue de los consumidores, precisamente, ni alienta "una relación más equitativa entre producción y consumo", como profetiza Costa. Menos aún si incorporamos a la puesta en escena el reciente tarifazo puesto en marcha por el propio Gobierno, que avaló los aumentos del precio de la nafta, las tarifas de transporte y los servicios de agua y energía.

¿Será éste el "Estado fuerte" que se propone "generar más derechos a nuestro pueblo" del que habla Di Tullio?

En realidad, el elenco gubernamental no debería estar tan preocupado por la futura falta de abastecimiento, sino por la futura falta de compradores. Y esto es especial responsabilidad de las propias políticas públicas –especialmente en lo que respecta al sector asalariado, principal actor de la demanda interna– y de la inagotable tendencia kirchnerista a encontrar culpas ajenas y no toparse de frente, jamás, con un error propio.

De este tipo de errores (¿errores?) –entre los más evidentes y groseros– a mí se me ocurren por lo menos cuatro.

1. La dispar evolución del salario real de los trabajadores, como consecuencia de los amores y odios en el mundo empresario, por un lado, y la intervención del INDEC, por el otro, que ha privado a los trabajadores de una herramienta muy importante al momento de diseñar los pliegos de demandas en las paritarias. En este sentido, la reciente creación del nuevo IPCNu no ha permitido suplir ni por asomo las distorsiones de la era moreniana.

2. El deterioro del poder adquisitivo de los trabajadores del sector público. En efecto, tanto en los establecimientos educacionales como en la administración pública nacional, los incrementos salariales establecidos en los ámbitos de negociación colectiva fueron de los más bajos. El "Estado fuerte", que quiere generar más derechos a nuestro pueblo, se ha comportado como la peor patronal ante sus propios empleados.

3. El Impuesto a las Ganancias, que hoy están pagando aproximadamente un millón de trabajadores cuyos sueldos están por debajo de los niveles inflacionarios; es decir, apenas arriba de los 15 mil pesos brutos. Al equiparar a estos sectores con gerentes que cobran más de 100 mil pesos por mes, el Gobierno ha terminado de liquidar la progresividad del impuesto: hoy no hay mucha diferencia en términos porcentuales de lo que pagan los trabajadores que están en las escalas más bajas y los que están en las escalas más altas.

El oficialismo se niega a aumentar el mínimo no imponible y, al mismo tiempo, bajar las escalas porcentuales mínimas del gravamen, para que aquellos trabajadores que superan el piso a partir del cual se empieza a pagar, paguen menos. Tengamos la seguridad que esa diferencia no será destinada las inversiones financieras ni a los fondos buitre, sino al consumo básico, que es en lo único que "invierten" sus ingresos los trabajadores asalariados.

Un breve digresión sobre este punto: como ha demostrado Juan Pablo Ruiz en su libro "Salario no es ganancia", actualmente el Estado aplica en forma ilegal este impuesto sobre la clase trabajadora, utilizando índices incorrectos, no actualizando las escalas y elementos que componen el tributo según lo establece la ley, e impidiendo el derecho al ajuste por inflación.

Según el artículo 25 de la Ley de Impuesto a las Ganancias, el Estado debería actualizar anualmente la escala de la tabla del artículo 90, que es el mecanismo por el cual se le reconoce a los asalariados el ajuste por inflación. Pero como esta última no es reconocida oficialmente, cuando se implementa el procedimiento para determinar quién paga y cuánto paga, se saltea ese artículo. Es decir, el Estado viola la Ley y, de paso, transgrede el principio constitucional de capacidad contributiva: quien más tiene más debe tributar.

4. Al mismo tiempo, el Gobierno no ha implementado los cambios estratégicos y progresivos –que son de cajón– en el sistema tributario. Entre ellos: restituir los aportes patronales, que le regaló Cavallo a las empresas cuando era ministro de Economía y que, hasta el día de hoy, no se ha vuelto a poner en discusión; reimplantar el Impuesto a la Herencia, que derogó Martínez de Hoz en 1976 o discutir, en serio, los gravámenes a la renta financiera, que hoy por hoy sigue exenta de pagar impuestos. Tales recursos podrían remplazar perfectamente a los que, actualmente, afectan la capacidad de consumo de los salarios populares.

Como se ve, cuesta mucho pensar en la vocación del oficialismo por proteger el consumo popular. A menos que en este nuevo capítulo del relato, la capacidad de compra sea independiente del salario. No sería raro, considerando las propiedades que, en los últimos diez años, han adquirido la Presidente y sus ministros, contando apenas con sus sueldos de funcionario.


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