

Por Roberto Goijman
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Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1953. A los 21 años aparece en las listas de la “Triple A” y pasa a la clandestinidad. Se exilia en 1976 perseguido por la Dictadura Militar.
Organizador de Encuentros literarios, difusor de la Poesía Patagónica. En 1997fue destacado por la provincia del Chubut por enriquecer a las Letras Chubutenses. Director de Ediciones Patagonia.
Hotel
25.08.2014 04:00 | Goijman Roberto |
Qué ruido hará la caída del granizo sobre el techo de chapa en los pasillos del hotel de esa casa típica chorizo, no quiero pensarlo. Es que en sus dos amplios patios existen esos techos de chapa que se abren y cierran a manivela, aquellos que en la época de los años ´60, aparecieron como alternativa a la ampliación y como una forma más de recuperar esa sombra que generaba el toldo. La casa, está llena de habitaciones con ventanas por doquier, algún baño general en el fondo, pero a pesar de estar remodelada, mantiene su clásica armonía familiar y los vistosos jazmines todavía asoman permanentemente.
A doña Rosa la conocí de casualidad, es de aquellas mujeres mayores que en su vejez le llevan comida a los gatos callejeros, y uno, que camina rápido como transeúnte, siempre acostumbra a ver algún platillo de metal o de plástico en mosaico o escalón perdido de las tantas veredas. Decía de casualidad, aunque no creo en casualidades y si en las causalidades. Es una forma mayor de entender la realidad, como seres de ese espacio exterior que somos, diría mi querida Dora Gianonni; sino como dice Federico Kukso: “Somos un diminuto punto pálido, solitario y hasta ahora único en la vastedad cósmica”. Y caminando por esas calles donde mi persona afloja el andar, ese sentir donde los movimientos corporales, los que uno hace previo descanso, se asemeja con toda similitud a la de otros congéneres, por eso es casi seguro, que por esto, me llama la atención una mujer que se detiene delante mío a media cuadra, y pegando un pequeño grito a un hombre tendido en el piso entre cartones y plásticos, a punto de acomodarse para sus sueños, en pleno hall de un negocio que da sobre la avenida Corrientes en pleno barrio Once. Dice –¿por qué no vienes más por el hotel?– Mientras veo como el hombre se levanta a saludarla para luego, en susurros, intercambiar unas palabras. En la esquina espero a esta mujer, quería saber que tenía que ver el hotel con esta persona de la calle; y así, me doy cuenta, como a pesar de las injusticias, de las desgracias ajenas, de los gobiernos ciegos que ven para otro lado, que ni les interesa poner fin a esta realidad de los sin techo, surgida masivamente allí por el 2002, de los vagabundos, de los cartoneros, de esas familias enteras que son desalojadas y puestas a la intemperie con sus muebles, por supuestos jueces que usan la razón, la ley de la igualdad, la justicia humana, la…
De pronto la casualidad del andar o la causalidad de la otra realidad social, conozco a una tal Rosa, que habla con pordioseros en la calle, y les dice: –por qué no a mi hotel–. Es que en esa casa chorizo, que pertenecía al padre y que hoy ella maneja, hay un lugar para los sin calle, así les llama. “No quiero gente en la calle, no quiero ver pobres hambrientos revolver de la basura de la calle para comer, no quiero frio, ni lo que contrae la inmundicia para este país. Mi padre vivió la guerra, conoció de ciudades destruidas, sintió la vida y la muerte y el hambre, en esos inviernos crudos donde se ganó la batalla de Petrogrado y cambio la historia. Él me enseño la solidaridad, ser fiel a mis principios, ser una persona honrada y gentil, y compartir el pan que tengo siempre entre mis dedos. Por eso, cuando veo a alguien y si puedo, si aceptan, los invito a mi humilde hotel, de amplios patios y flores en sus macetas, pero que allí, recibirán al menos por unos días, el calor suficiente para seguir viviendo, por eso nadie se queda, me lo agradecen siempre, me dicen… –Doña, somos muchos, y su hotel es de paso, por eso uno entra y sigue su camino, somos muchos en estas calles de Buenos Aires, y poca la gente como usted. Siempre es bueno saber de su gratitud y de su colchón y de sus cobijas limpias y planchadas a punto de recibirnos. Eso nos hace seguir en pie–”
Estando de visita, vi pasar por allí a varios inspectores que exigían, esto y aquello, y ella, orgullosa, decía –mi hotel es humilde pero está en regla, pago todo, aquí están los papeles, hasta los de Sadaic y Angentores vienen todos los meses, y cobran por la música funcional, y los del cable, me cobran por boca aunque casi no se vea la Tv. Cosas ¿no? Dígame muchacho –me dice Doña Rosa mirándome a los ojos– ¿dónde va mi dinero? Todo lo que pago ¿dónde va? porque yo gano muy poco por lo que tengo, lo poco que gano lo reparto, el resto se va en ese círculo, el que vio, estando en un pequeño rato.–
La verdad, no tuve palabras, no pude mantener la mirada fija en esos ojos claros, sinuosos y tiernos, y ver ese cuerpo marchito en años. Es que la incomprensión tiene su momento, después ya somos cómplices, de ahí que cuando se camina y pasa al lado de esas personas tiradas en la calle, dormidas, drogadas, alcohólicas, uno ya ni mira, ni agacha la cabeza, al contrario, mantiene la rigidez corporal y sigue más firme para bien de su orgullo, y piensa –menos mal que no somos como ellos– mientras caminamos como si nada sucediese. Luego uno tira las sobras de comida, quizás de esa comida horneada y jugosa, mal utilizada, y en vez de pensar que puede ser el pan para muchos de nosotros, se las tira entre toda mugre, entre latas y basura, y de allí, luego los pordioseros y pordioseras, los mismos del que hablo Jesucristo, esos que vienen y abren y rompen las bolsas callejeras, esas del camión municipal; y se llevan lo que creen que es mejor, y uno maldice por los olores nauseabundos que dejan, porque detrás de ellos vienen los perros abandonados, y aquello que se ha dejado al final tapa las rejillas de las cloacas. Ellos, los desclasados, los por afuera del sistema y que viven así, como por abandono de ese dios de los pobres, pero no echemos culpa escondiendo la cabeza como buena avestruz. No le echemos la culpa a algún todo poderoso por nuestra hipocresía, por nuestra irresponsabilidad, por nuestro egoísmo, o por ese creernos superiores.
El almanaque argentino está lleno de fechas marcadas, fines de semanas largos, turísticos, dónde las terminales se llenan de nosotros para viajar a lugar alguno, supuesto descanso y deleite de otras ciudades, montañas o costas. En esos fines, las rutas se llenan de autos, y la hotelería colma su capacidad. Los conserjes contentos por su trabajo, las mucamas con sus propinas, y los restaurant llenan a la noche sus tachos de basura, y la Afip, disfruta por el ingreso a sus arcas.
Mientras tanto, por estas calles, hay una tal doña Rosa pasada en años que alimenta gatos. Ella, en sus paseos, suele hablar con aquellos que duermen en nuestras calles. Cuando muera, seguro que caerá mucho granizo, como ayer, y el mismo abollará automóviles, techos y romperá toldos; nuestra ciudad una vez más se llenara de agua, se inundarán casas y negocios, y nosotros, siempre seguros echando culpa. Como este tremendo ruido que brota bajo los patios de este hotel, perdido, y que muy pocos conocen.
A doña Rosa la conocí de casualidad, es de aquellas mujeres mayores que en su vejez le llevan comida a los gatos callejeros, y uno, que camina rápido como transeúnte, siempre acostumbra a ver algún platillo de metal o de plástico en mosaico o escalón perdido de las tantas veredas. Decía de casualidad, aunque no creo en casualidades y si en las causalidades. Es una forma mayor de entender la realidad, como seres de ese espacio exterior que somos, diría mi querida Dora Gianonni; sino como dice Federico Kukso: “Somos un diminuto punto pálido, solitario y hasta ahora único en la vastedad cósmica”. Y caminando por esas calles donde mi persona afloja el andar, ese sentir donde los movimientos corporales, los que uno hace previo descanso, se asemeja con toda similitud a la de otros congéneres, por eso es casi seguro, que por esto, me llama la atención una mujer que se detiene delante mío a media cuadra, y pegando un pequeño grito a un hombre tendido en el piso entre cartones y plásticos, a punto de acomodarse para sus sueños, en pleno hall de un negocio que da sobre la avenida Corrientes en pleno barrio Once. Dice –¿por qué no vienes más por el hotel?– Mientras veo como el hombre se levanta a saludarla para luego, en susurros, intercambiar unas palabras. En la esquina espero a esta mujer, quería saber que tenía que ver el hotel con esta persona de la calle; y así, me doy cuenta, como a pesar de las injusticias, de las desgracias ajenas, de los gobiernos ciegos que ven para otro lado, que ni les interesa poner fin a esta realidad de los sin techo, surgida masivamente allí por el 2002, de los vagabundos, de los cartoneros, de esas familias enteras que son desalojadas y puestas a la intemperie con sus muebles, por supuestos jueces que usan la razón, la ley de la igualdad, la justicia humana, la…
De pronto la casualidad del andar o la causalidad de la otra realidad social, conozco a una tal Rosa, que habla con pordioseros en la calle, y les dice: –por qué no a mi hotel–. Es que en esa casa chorizo, que pertenecía al padre y que hoy ella maneja, hay un lugar para los sin calle, así les llama. “No quiero gente en la calle, no quiero ver pobres hambrientos revolver de la basura de la calle para comer, no quiero frio, ni lo que contrae la inmundicia para este país. Mi padre vivió la guerra, conoció de ciudades destruidas, sintió la vida y la muerte y el hambre, en esos inviernos crudos donde se ganó la batalla de Petrogrado y cambio la historia. Él me enseño la solidaridad, ser fiel a mis principios, ser una persona honrada y gentil, y compartir el pan que tengo siempre entre mis dedos. Por eso, cuando veo a alguien y si puedo, si aceptan, los invito a mi humilde hotel, de amplios patios y flores en sus macetas, pero que allí, recibirán al menos por unos días, el calor suficiente para seguir viviendo, por eso nadie se queda, me lo agradecen siempre, me dicen… –Doña, somos muchos, y su hotel es de paso, por eso uno entra y sigue su camino, somos muchos en estas calles de Buenos Aires, y poca la gente como usted. Siempre es bueno saber de su gratitud y de su colchón y de sus cobijas limpias y planchadas a punto de recibirnos. Eso nos hace seguir en pie–”
Estando de visita, vi pasar por allí a varios inspectores que exigían, esto y aquello, y ella, orgullosa, decía –mi hotel es humilde pero está en regla, pago todo, aquí están los papeles, hasta los de Sadaic y Angentores vienen todos los meses, y cobran por la música funcional, y los del cable, me cobran por boca aunque casi no se vea la Tv. Cosas ¿no? Dígame muchacho –me dice Doña Rosa mirándome a los ojos– ¿dónde va mi dinero? Todo lo que pago ¿dónde va? porque yo gano muy poco por lo que tengo, lo poco que gano lo reparto, el resto se va en ese círculo, el que vio, estando en un pequeño rato.–
La verdad, no tuve palabras, no pude mantener la mirada fija en esos ojos claros, sinuosos y tiernos, y ver ese cuerpo marchito en años. Es que la incomprensión tiene su momento, después ya somos cómplices, de ahí que cuando se camina y pasa al lado de esas personas tiradas en la calle, dormidas, drogadas, alcohólicas, uno ya ni mira, ni agacha la cabeza, al contrario, mantiene la rigidez corporal y sigue más firme para bien de su orgullo, y piensa –menos mal que no somos como ellos– mientras caminamos como si nada sucediese. Luego uno tira las sobras de comida, quizás de esa comida horneada y jugosa, mal utilizada, y en vez de pensar que puede ser el pan para muchos de nosotros, se las tira entre toda mugre, entre latas y basura, y de allí, luego los pordioseros y pordioseras, los mismos del que hablo Jesucristo, esos que vienen y abren y rompen las bolsas callejeras, esas del camión municipal; y se llevan lo que creen que es mejor, y uno maldice por los olores nauseabundos que dejan, porque detrás de ellos vienen los perros abandonados, y aquello que se ha dejado al final tapa las rejillas de las cloacas. Ellos, los desclasados, los por afuera del sistema y que viven así, como por abandono de ese dios de los pobres, pero no echemos culpa escondiendo la cabeza como buena avestruz. No le echemos la culpa a algún todo poderoso por nuestra hipocresía, por nuestra irresponsabilidad, por nuestro egoísmo, o por ese creernos superiores.
El almanaque argentino está lleno de fechas marcadas, fines de semanas largos, turísticos, dónde las terminales se llenan de nosotros para viajar a lugar alguno, supuesto descanso y deleite de otras ciudades, montañas o costas. En esos fines, las rutas se llenan de autos, y la hotelería colma su capacidad. Los conserjes contentos por su trabajo, las mucamas con sus propinas, y los restaurant llenan a la noche sus tachos de basura, y la Afip, disfruta por el ingreso a sus arcas.
Mientras tanto, por estas calles, hay una tal doña Rosa pasada en años que alimenta gatos. Ella, en sus paseos, suele hablar con aquellos que duermen en nuestras calles. Cuando muera, seguro que caerá mucho granizo, como ayer, y el mismo abollará automóviles, techos y romperá toldos; nuestra ciudad una vez más se llenara de agua, se inundarán casas y negocios, y nosotros, siempre seguros echando culpa. Como este tremendo ruido que brota bajo los patios de este hotel, perdido, y que muy pocos conocen.
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