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Cuento: El barrio de Martínez. Por Omar Ramos

 Sobre el 16 de setiembre de 1955, fecha de la Revolución Fusiladora

16.09.2019 12:21 |  Noticias DiaxDia  | 

Faltaban unos meses para navidad y año nuevo, pero el barrio acomodado de Martínez era una fiesta. La tía Irene preparaba los ravioles de espinaca, mamá había comprado un pavo y papá no se despegaba de la radio y descorchaba champagne a toda hora. 

Como se habían suspendido las clases quise jugar a la pelota con los chicos del barrio. La calle de mi casa terminaba en la quinta de los Lynch, así que jugábamos en toda la cuadra. Salí con mi pelota de cuero número cinco y empecé a tocar los timbres. Me atendieron los padres de Bily, Tito, Claudio y Néstor y me dijeron que hoy no se jugaba al fútbol. La madre de Bily me dijo una palabra que no entendí. Todos vamos a festejar la epopeya,  menos los Bracacchini. El papá de Tito me dijo que a los Bracacchini se la tenían jurada. Mejor que no aparezca, sabemos como hizo esa mansión, él como tantos otros merecen lo peor. 
 
Volví triste a casa porque me encantaba jugar al fútbol, no era bueno, pero me divertía siempre y cuando no me cargaran por patadura. Le conté a papá lo que me había pasado. Seguía pegado a la radio y cada tanto aplaudía. 
 
La tía Irene había terminado de amasar los ravioles y agitaba con mi otra tía, Adela, pañuelos blancos en medio del jardín. Las tías eran buenas pero Adela me tenía podrido con Sarmiento. Era maestra y cuando cada tanto me ayudaba con los deberes me hablaba de él.  Cuando le pregunté por qué agitaba pañuelos blancos me dijo que Sarmiento hubiera hecho lo mismo, que seguro lo hizo cuando cayó Rosas. Yo estaba en segundo grado, el maestro nos había enseñado sobre San Martín, el cruce de los Andes, montado en un caballo blanco; Belgrano, el creador de la bandera; los gauchos de Guemes y algo de Sarmiento para el día del maestro, aunque el hermano rector nos había dicho que José Manuel Estrada era más importante por haber sido un educador católico, y Sarmiento un ateo y masón. Le pregunté a papá qué querían decir esas dos palabras, pero me contestó que todavía era chico para comprender esas cosas. Por algo el hermano rector las había dicho y no dio más explicaciones. Hay que preguntar cuando uno es grande, ahora es tiempo de escuchar y cerrar la boca.   
 
Durante el almuerzo, los ravioles y el pavo estaban riquísimos, se empezó  a escuchar lo que papá me dijo que era una marcha. La tía Irene contó que habían puesto altoparlantes en varios árboles del barrio. Los mismos que daban las naranjas amargas con las que ella nos hacía un dulce riquísimo que le poníamos, arriba de la manteca, a las tostadas. Por la radio pasaban la misma música. La mucama se quejó de que hubieran suspendido el radioteatro y papá no anduvo con vueltas. Se acabó la farra, ahora hay que trabajar más que nunca, basta de alimentar vagos. Ramona agachó la cabeza y nos sirvió un flan que había preparado como lo hacía cada tanto. También hacía tortas de manzana, chocolate, dulce de leche y pastafrola. Esta vez el flan no me gustó, le faltaba azúcar y no tenía  caramelo. Las tías se quejaron y yo pedí fruta. Salí ganando porque mamá había comprado frutillas. Hoy es un día para doble postre, me imaginé que  el flan no estaría como siempre. Ramona tiene la cabeza en otro lado, dijo mamá. Las tías preguntaron si había crema. Aplaudieron cuando la mucama la trajo. Yo la veía triste, apagada, ella que vivía sonriéndose y haciendo chistes. Antes de que se fuera para la cocina, papá le dijo. Che, a ver si ponés otra cara, mañana es  jueves y tenés franco. Ya no me vas a pedir permiso para ir con la chusma. Si hubiera sido para hacer un curso de peluquera o manicura, vaya y pase, pero no para ir al circo. 
 
La verdad es que yo no entendía nada, me parecía que papá hablaba en chino. Sí comprendí algo de lo que  dijo mamá mirándolo a papá. No seas tan duro Roberto, Ramona no tiene la culpa, a toda la gente pobre le lavaron el cerebro. Los hermanos del colegio nos hablaban del lavado de cerebro que le hacían a su pueblo los rusos, esos comunistas que quemaron las iglesias. ¿Les lavan el cerebro con agua y jabón?, me preguntó Tito que era mi compañero de banco. No, animal, les lavan la cabeza porque el hermano nos dijo que el cerebro está adentro de ella, le contesté.   
 
Mamá y el hermano rector nos contaron que en Buenos Aires también habían quemado iglesias. Nos explicaron que los que ordenaron el incendio de Cristo, la Virgen, los altares y los santos no se decían comunistas pero lo eran sin duda. 
 
Yo le hablo muchas veces a Ramona, intervino la tía Adela, mientras los grandes tomaban café. No sólo le enseño las tablas de multiplicar cuando vengo a visitarlos, también le hablo de civismo como a mis alumnos. Todos tenemos que aprender a ser ciudadanos y no una masa que manejan los tiranos. 
 
Bueno, bueno, dijo papá, basta de sermones, a ver si Ramona se nos pone a llorar. Aunque hoy es miércoles te doy franco, le dijo. Yo no trabajo y después del café todos vamos a la calle. ¿Qué tengo que hacer?, le pregunté. Aplaudir, cantar y venir a la marcha con los otros chicos. Cantaremos hasta quedarnos afónicos. ¿Las mujeres podemos ir?, preguntó mamá. Por supuesto, será todo alegría, salvo que Bracachini salga de su casa y nos provoque, lo que es imposible. El papá de Tito toca la trompeta, me dijo que va a estar en la primera hilera. El de Claudio llevará los platillos de la batería de su hijo mayor. 
 
Nada de bombos. Banderas argentinas, sobre todo banderas, dijeron las tías. Yo traje la que saco al balcón para el 9 de julio y el 25 de mayo, dijo Adela. Lástima que no traje la de la escuela que es mucho más grande y tiene un sol enorme. Este 16 de septiembre pasará a ser una fecha patria tan importante como las de julio y mayo.    
 
A las tres de la tarde salimos todos de casa menos Ramona que no quería saber nada de nada. Si no venís quedás despedida, le dijo papá, disgustado. No le quedo otro remedio que sumarse con nosotros a las primeras hileras de vecinos que marchaban por la calle. Me junté con los chicos de la barra y comencé a aplaudir mientras los grandes cantaban, o mejor dicho, gritaban: “En lo alto la mirada, luchemos por la patria redimida”.                 
 
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