Vie 18.Oct.2024 6:20 hs.

Buenos Aires
T: 16.7°C  H: 65%

internacional  | 

La escritora china Can Xue es una de las candidatas al Nobel de Literatura

Can Xue, es el seudónimo de Deng Xiaohua. Nació en 1953 

06.10.2024 15:30 |  Noticias DiaxDia  | 

La cabaña del monte, un relato de Can Xue (Relatos incluido en "Hojas rojas")



En el monte baldío de detrás de nuestra casa hay una cabaña de madera.

Ordeno los cajones todos los días. Cuando no los estoy ordenando, me siento en un sillón, descanso ambas manos sobre las rodillas y escucho. Oigo los rugidos del viento del norte azotando con fiereza la techumbre de corteza de pino de la cabaña y los aullidos de los lobos reverberando en el valle.

—Es imposible mantener los cajones ordenados —dice mi madre, dirigiéndome una sonrisa postiza.

—Estáis todos mal del oído —contengo un instante la respiración antes de proseguir—: Por las noches merodean la casa un montón de ladrones. Cuando enciendo la luz, veo los innumerables agujeritos que hacen con el dedo en la ventana, mientras tú y padre roncáis pesadamente en el cuarto de al lado, con tanto estrépito que los botes brincan en la despensa. Doy una patada en la cama, giro a un lado la cabeza tumefacta y oigo a la persona que hay encerrada en la cabaña, aporreando la puerta con violencia. Los ruidos continúan hasta el amanecer.

—Cada vez que vienes a mi cuarto a buscar algo, me das un susto que me deja temblando. —Mamá me observa con atención mientras retrocede hasta la puerta. Veo cómo se le estremece la mitad de la cara en una mueca ridícula.

Un día decidí subir al monte para averiguar qué ocurría. Me puse en marcha en cuanto amainó el viento y ascendí durante largo rato. El sol brillaba con tanta fuerza que me mareaba y me cegaba; las piedras centelleaban con diminutas llamas blancas. Tosía, deambulando por el monte, mientras el sudor salado de las cejas me goteaba en los ojos. No vi ni oí nada. Cuando regresé a casa permanecí un tiempo de pie frente a la puerta y vi a la persona del espejo con los zapatos manchados de barro y grandes círculos violáceos en torno a los ojos.

—Es una enfermedad —oigo a la familia reírse a hurtadillas en la oscuridad.

Para cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra del cuarto, ya se han escondido. Siguen riendo, ocultos. Descubro que aprovechan mi ausencia para poner los cajones patas arriba y esparcir por el suelo polillas y libélulas muertas. Saben muy bien que estas son las cosas que más quiero.

—Te ayudan a ordenar los cajones cuando no estás —me dice mi hermana menor mirándome de hito en hito. El ojo izquierdo se le ha puesto verde.

—He oído aullar a los lobos —le digo, con la intención de asustarla—. Manadas de lobos rodean la casa, corriendo de acá para allá. Hasta introducen las fauces por las rendijas de la puerta. Todo esto pasa en cuanto se hace de noche. Te asustas tanto mientras duermes que un sudor frío te recorre los pies. En esta casa, a todos nos sudan los pies fríos. Mira si no los edredones húmedos, y lo sabrás.

Siento desasosiego porque las cosas me desaparecen de los cajones. Mi madre finge no darse cuenta con la vista baja. Pero yo sé que me mira fijamente el cogote con malicia, porque cada vez que clava la vista en el hueco de mi nuca, se me eriza el cuero cabelludo. Sé que me han enterrado la caja de las fichas de weiqi junto al pozo. Ya lo han hecho muchas veces, y todas ellas la he desenterrado en mitad de la noche. Cuando me pongo a excavar, encienden la luz y se asoman a la ventana, mostrándose indiferentes ante mi rebeldía.

—En el monte hay una cabaña —comento durante la comida.

Hunden la cabeza y sorben la sopa ruidosamente, como si no me hubieran oído.

—Un montón de ratas corrían alocadas en el viento —elevo la voz y suelto los palillos— y las piedras del monte caían como en un aluvión, golpeando el muro de atrás. Os llevasteis tal susto que los pies se os cubrieron de un sudor frío. ¿Os acordáis? Basta con mirar los edredones para saberlo. Tan pronto se hace de día, los sacáis a orear. El tendedero está siempre ocupado con vuestros edredones.

Padre me lanza una mirada furtiva, una mirada de lobo que me resulta familiar. Entonces lo entiendo todo: mi padre se convierte cada noche en un lobo más de la manada y merodea la casa lanzando aullidos estremecedores.

—Un blanco tembloroso lo inunda todo —pongo una mano sobre el hombro de mi madre y la sacudo—, es todo tan chillón que se me saltan las lágrimas. No te das cuenta de nada. Pero en cuanto entro y me siento en el sillón, descansando las manos sobre las rodillas, veo con claridad la techumbre de corteza de pino de la cabaña. Está muy cerca, seguro que tú también la has visto. La verdad es que toda la familia la ha visto. No hay duda de que hay una persona encerrada ahí dentro. También tiene dos círculos violáceos en torno a los ojos. Son de no dormir.

—Cada vez que te pones a excavar al lado del pozo y a armar escándalo con las piedras, tu madre y yo flotamos en el vacío. Temblamos y estiramos los pies a un lado y a otro, pero no llegamos a tocar el suelo. —Mi padre aparta la mirada y la dirige hacia la ventana. El cristal está cuajado de moscas—. Las tijeras que se me cayeron están en el fondo del pozo. En sueños me convenzo de que las tengo que sacar. Nada más despertar, sin embargo, me doy cuenta de que estoy confundido, de que no se me han caído ningunas tijeras. Tu madre dice que me equivoco, pero no me resigno. Luego me acuerdo otra vez. Me tumbo, y se me ocurre de repente que es una pena, que las tijeras se pueden oxidar en el pozo, que por qué no iba a sacarlas. Llevo décadas dándole vueltas a esto. Tengo la cara llena de arrugas como cortes de cuchillo. Una vez fui al pozo y probé a lanzar el cubo. La cuerda era pesada y escurridiza y, en cuanto aflojé la mano, el cubo retumbó y se hundió hasta el fondo. Corrí a casa, me miré al espejo y vi que la patilla del lado izquierdo se me había cubierto de canas.

—El viento del norte es terrible. —Encojo la cabeza, con el rostro entre violáceo y azulado—. Se me han formado pequeños pedazos de hielo dentro del estómago. Cuando me siento en el sillón, los oigo entrechocar.

Estoy empeñada en ordenar los cajones, pero mi madre me lleva la contraria a hurtadillas. Recorre la habitación contigua dando zapatazos, impidiéndome pensar con claridad. Para olvidar sus pasos, saco una baraja de cartas y cuento en voz alta: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco…». Los pasos se detienen de súbito y mi madre asoma su rostro cetrino por el marco de la puerta. Murmura:

—He tenido un sueño obsceno. Todavía noto un sudor frío recorriéndome la espalda.

—Y las plantas de los pies —añado—. A todo el mundo le exudan los pies un sudor frío. Ayer volviste a sacar a orear el edredón. Es algo habitual.

Mi hermana se acerca corriendo y me dice a escondidas que mi madre me quiere cortar el brazo porque la vuelvo loca abriendo y cerrando cajones. Nada más oír el ruido de los cajones, se pone tan mala que le entran ganas de meter la cabeza en agua fría y dejarla en remojo hasta pillar un grave resfriado.

—Estas cosas no son casuales. —La mirada de mi hermana siempre es fija, directa, tan incisiva que me provoca pequeños sarpullidos rojos en el cuello—. Mira si no nuestro padre, debe llevar diciendo eso de las tijeras por lo menos veinte años. En fin, ha sido así desde siempre.

Pongo aceite en los laterales de los cajones para abrirlos y cerrarlos con suavidad y sigilo. Llevo muchos días probando a hacerlo así y los pasos no han sonado en el cuarto de al lado. La he engañado. Está claro que se pueden burlar un montón de cosas, tan solo tienes que poner un poco de atención. Estoy entusiasmada. Me paso la noche en vela, animosa. Sin embargo, a punto de terminar de ordenar los cajones, la bombilla se funde de pronto y mi madre esboza una sonrisa fría en el cuarto de al lado.

—La luz de tu cuarto hace que me retumbe la sangre en las venas. Como tambores. Mira aquí —mi madre se apunta con el dedo a la sien, por la que trepa un gusano—, preferiría tener escorbuto. Siento como si me sacudieran el cuerpo por dentro todo el día, tronando por un sitio o por otro. No tienes idea de lo que es esto. Tu padre ha pensado incluso en suicidarse por culpa de esta enfermedad. —Extiende su mano gorda y me agarra por el hombro. La noto fría como el hielo, goteando sin cesar.

Alguien ha estado tramando algo junto al pozo. Oigo cómo lanzan el cubo una y otra vez, dando sonoros golpes contra los laterales. Cuando se hace de día, tiran el cubo con un golpe seco y huyen corriendo. Abro la puerta del cuarto de al lado y veo a mi padre aletargado, con una mano venosa fuertemente agarrada al borde de la cama, dejando escapar tristes gemidos en mitad del sueño. Mi madre está despeinada, dando escobazos aquí y allí. Me cuenta que, al amanecer, un enjambre de escarabajos longicornios ha entrado por la ventana, se ha chocado contra las paredes y ha acabado por todo el suelo. Cuando se ha levantado para limpiar y ha ido a calzarse, uno de los escarabajos, oculto en la zapatilla, le ha mordido el dedo del pie. La pierna se le ha hinchado tanto que parece un tonel.

—Ese —señala a mi padre, dormido— está soñando que lo muerden a él.

—En la cabaña del monte también hay alguien gimiendo. El viento negro arrastra algunas hojas de vid.

—¿Has oído eso? —En mitad del cuarto, entre la claridad y la penumbra, mi madre acerca la oreja al suelo y presta atención—. Los bichos estos se han desmayado de dolor al estrellarse contra el suelo. Han entrado en el instante en el que amanecía.

Aquel día volví a subir al monte. Lo recuerdo con total claridad. Primero me senté en el sillón con las manos sobre las rodillas; luego abrí la puerta y me adentré en el resplandor del día. Trepé por la montaña con los ojos cegados por las llamas de las rocas blancas. No había vides. Ni cabaña alguna.

“La princesa rubia” y la literatura seria. Por Can Xue (Traducido del chino por Karen Gernant y Chen Zeping- wordswithoutborders.org)
 
Las estanterías de mi padre estaban llenas, en su mayoría, de libros marxistas-leninistas. Recuerdo los títulos de algunos de los lomos. No recuerdo otros, porque las palabras eran demasiado abstractas. Todos los días me quedaba frente a la estantería de mi padre. Un día, de repente, mi padre trajo a casa varios libros de cuentos de hadas extranjeros (para entonces, lo habían enviado a trabajar bajo vigilancia en la biblioteca; a eso se le llamaba “reeducación por el trabajo”). Mi padre tomó prestados estos libros para que los leyera mi hermana mayor, porque estaba en la escuela primaria y conocía muchas palabras. Uno se llamaba “La princesa rubia” [Rapunzel]. Mi padre dijo el título solo una vez, y lo recordé para siempre. La portada estaba adornada con una imagen de una jovencita con un largo cabello dorado que le llegaba hasta los tobillos. Me quedé mirando esa imagen durante mucho tiempo con los ojos muy abiertos. ¿Cómo podía alguien tener un cabello rubio tan hermoso? ¡Qué maravilloso sería si pudiera conseguir un mechón de ese cabello dorado!
 
Durante días, sólo tenía que coger aquel librito para sentir emociones inusuales. A menudo aprovechaba los momentos en que no había nadie cerca para examinar a mi princesa de cabellos dorados. Pensaba que su pelo rubio estaba hilado de oro auténtico. ¡Y su rostro parecía tan dulce y delicado! Embelesada, apreté la tapa contra mi mejilla. Si los malos entraran en mi casa, escondería a la princesa rubia en el lugar más secreto donde nadie pudiera encontrarla (como la cueva en la colina detrás de nosotros). Esperaría a que los malos se fueran antes de sacarla de nuevo. Si estaba hambrienta y no tenía nada para comer, le daría todos los huevos puestos por la única gallina negra de nuestra familia. También le daría el caramelo que papá me había dado el día anterior. Quería ser su mejor amiga.
 
Ese libro no fue devuelto a la biblioteca durante mucho tiempo. Yo lo consideraba el libro de nuestra familia. Cuando discutía con la niña de al lado, de repente levantaba la voz y gritaba: “¡Ja! ¡Yo tengo a la princesa rubia! ¿Y tú? ¿Y tú?”. Por supuesto que no la tenía, y estaba abrumada por mi superioridad.
 
Crecí con los libros como compañeros. Desde muy joven, consideraba algunos libros como “obras serias”. No se podían entender de inmediato. Solo podía acceder a ellos cuando “crecía”. Las estanterías de mi padre contenían “obras serias” sobre filosofía occidental, incluidos libros de Marx y Lenin. Los más llamativos eran los volúmenes de tapa azul de El Capital y varias colecciones de la historia de la literatura clásica china. Mi padre leyó estos libros todos los días durante años. Leía la mayoría de ellos una y otra vez.
 
Estos libros desprendían un olor especial que me hacía soñar. Siempre que estaba sola en casa, me encantaba colocarlos sobre la mesa uno por uno y examinarlos con atención. Los olía de cerca y los tocaba repetidamente. Las encuadernaciones de todos estos libros eran sencillas y exquisitas, y las páginas estaban llenas de notas de mi padre. En momentos como ese, las emociones en mi joven corazón se elevaban más allá de la admiración y el éxtasis. En esa época, también comencé a leer libros, la mayoría de ellos literatura ligera. No podía clasificarlos junto con los libros de mi padre. Ansiaba libros que pudieran mantenerme cautivada temporalmente. Después de leerlos, los terminaba. No tenía deseos de conservarlos. Y no podría haberlos conservado, incluso si hubiera querido, porque la mayoría de los libros eran prestados. En aquellos días, ¿quién podía permitirse el lujo de comprar libros?
 
Los libros de mi padre permanecían en silencio en las estanterías, siempre atrayéndome hacia ellos. Subconscientemente, percibía un mundo muy profundo en esos libros. A una persona le costaría toda una vida adentrarse en ese mundo en profundidad. Mi padre leyó esos libros por la noche, todas las noches, durante años. Su expresión contemplativa detrás de sus gafas no era ciertamente una pose. Lo que la lectura despertaba en su mente era muy diferente de lo que yo sentía cuando leía libros comunes. ¿Qué era eso? Nadie podía decírmelo, ni siquiera mi padre mismo. Se limitó a decir: «En el futuro, debes leer todos mis libros». ¿Quería decir que en el futuro yo debería hacer lo que él había hecho: sentarme frente al mismo libro durante años, sumida en la meditación? No lo entendía.
 
Por fin llegó ese día, el momento en que me aficioné formalmente a la literatura. Tenía varios libros “serios” propios, y su número iba aumentando gradualmente. En mis últimos días de exploración, sentí cada vez más que algunos libros tenían un poder mágico. En las densas palabras había un mundo insondable: el mundo del lenguaje o el mundo de la literatura, el arte, la filosofía o la humanidad. Lo más extraño es que se trata de un mundo interactivo: solo cuando uno se esfuerza por alcanzarlo mediante la meditación, se expande y también revela sus ricas capas. Si eres perezoso para explorar, incluso si tienes talento, probablemente solo puedas vislumbrar este país de las maravillas de vez en cuando, pero nunca entrarás en él. Solo podrás suspirar con pesar. Un lector moderno no solo debe leer una y otra vez, meditar una y otra vez, sino que también debe escribir realmente, y en el proceso de escribir expandir el mundo que ha sentido. Esta es la lectura más agotadora, pero también la más gratificante.
 
Un lector moderno avanzado actúa como un detective. En el bosque de libros, puede seguir las pistas y descubrir los enormes tesoros que se esconden bajo ellas. Esos libros le dan mensajes: su esencia interior concentrada recibe los mensajes y produce inmediatamente otros nuevos. Estos mensajes combinados lo llevan a entrar en un túnel del espíritu, y en ese lugar comienza una gran exploración. Ese proceso es a la vez misterioso y lúcido: son los momentos en que lo humano y el numen se encuentran. Todos los libros serios tienen este atributo. Si queremos encontrar placer en la lectura moderna, debemos extraer nuestra esencia interior para embarcarnos en esta arriesgada aventura espiritual.
 
¿Tienes libros serios como compañeros? Si es así, entonces eres una persona con una búsqueda espiritual genuina.

Can Xue escribió libros sobre Borges, Shakespeare y Dante.
Entre sus publicaciones en inglés: Diálogos en el paraíso, Vieja nube flotante, Frontier , Luz azul en el cielo, Los zapatos bordados , Five Spice Street , Vertical Motion , El doctor descalzo, El último amante , El amor en el nuevo milenio y Vivo en los barrios bajos . El último amante obtuvo el premio al mejor libro traducido de ficción en 2015, preseleccionado para el Premio Independiente de Ficción Extranjera de 2015, y El amor en el nuevo milenio y Vivo en los barrios bajos preseleccionados para los Premios Booker Internacionales de 2019 y 2021. Escribió libros sobre Borges, Shakespeare y Dante. Entre sus publicaciones en inglés: Diálogos en el paraíso, Vieja nube flotante, Frontier , Luz azul en el cielo, Los zapatos bordados , Five Spice Street , Vertical Motion , El doctor descalzo, El último amante , El amor en el nuevo milenio y Vivo en los barrios bajos . El último amante obtuvo el premio al mejor libro traducido de ficción en 2015, preseleccionado para el Premio Independiente de Ficción Extranjera de 2015, y El amor en el nuevo milenio y Vivo en los barrios bajos preseleccionados para los Premios Booker Internacionales de 2019 y 2021.
síganos en Facebook