
Sugerentes afinidades. Por Manolo Giménez
27.01.2014 00:20 | Giménez Manolo |
No poca sorpresa ocasionó en el ambiente político descubrir que, de acuerdo a la irrebatible prueba aportada por el Boletín Oficial 23509 del martes 12 de octubre de 1976, entre los integrantes de la comitiva oficial enviada por el régimen terrorista encabezado por Jorge Videla a la la 62da. Reunión Marítima de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), realizada en Ginebra, se encontraba nada menos que Carlos Tomada, actual ministro de Trabajo y uno de los funcionarios más representativos de la plantilla K.
A fin de protegerlo de este incómodo capítulo biográfico, medios afines al gobierno nacional recordaron que Tomada había sido seleccionado por la prestigiosa Fundación “Friedrich Ebert” para “tareas de asistencia técnica e investigación, en el país y en el exterior, acerca del sistema de relaciones laborales y el diálogo social”. Esta estructura de origen alemán es, seguramente, la más importante y antigua de las fundaciones políticas y está dedicada a promover la socialdemocracia a nivel mundial.
Nadie duda que sea cierto. Sí, en cambio, vamos a poner en discusión la supuesta incompatibilidad existente entre la dictadura cívico militar, instaurada tras el derrocamiento de Isabel Perón, y la mencionada internacional ideológica que tanto influyó en nuestra historia política reciente (a pesar de la escasa notoriedad que, con astucia metodológica, ha sabido mantener en los países de la región latinoamericana).
La actuación de la Fundación aparece especialmente nítida en la década de 1980, tras el armado de diversos aparatos sindicales -el Grupo de los 25 y el núcleo de ATE que luego fundará la Central de Trabajadores Argentinos, entre ellos- o en corrientes políticas, como el alfonsinismo de Renovación y Cambio y la llamada “renovación peronista”, con Antonio Cafiero y José Luis Manzano de timoneles.
Pero la tarea de la Ebert había comenzado un tiempo antes. Un episodio ocurrido hacia mediados de los setenta parece demostrar que los vínculos entre la socialdemocracia no pasaban sólo por la figura, entonces irrelevante, del abogado laboralista Carlos Tomada. (Es una obligación subrayar que la mejor investigación de este significativo suceso fue obra del fallecido periodista Claudio Uriarte -en su notable biografía de Emilio Massera, Almirante Cero- a quien deseamos, con esta breve recordación, brindar homenaje).
En 1977, Carlos Andrés Pérez, perteneciente al partido Acción Democrática, ejercía el cargo de Presidente de la República de Venezuela hacía más de dos años. Modelo ilustre de la centro izquierda latinoamericana, no sólo había alcanzado la primera magistratura de su país sino, también, la presidencia de la Internacional Socialdemócrata para América Latina.
El embajador argentino en la nación petrolera era Hidalgo Solá, un radical alfonsinista que como gran parte del progresismo argentino sostenía la hipótesis del “general democrático”: Videla representaba al sector civilizado de la Dictadura, al que debía apoyársele para evitar el ascenso de la corriente fascista encarnada por Massera. Poco tiempo descubrirá, trágicamente, que dicha interna existía, aunque no en tales términos.
Siguiendo la citada investigación de Uliarte, tanto él como su influyente amigo balbinista, Ricardo Yofre, habrían intentado concretar un encuentro entre Pérez y el tándem “dialoguista” Videla – Viola, quienes intentaban convertirse así en la puerta de salida socialdemócrata al gobierno de facto y al laberinto político del posperonismo. (Casualmente lo que propuso a la sociedad argentina el candidato Alfonsín en 1983).
La tarea fue infructuosa, ya que un grupo de tareas de la Marina secuestró a Solá -aún hoy permanece desaparecido- y bloqueron la oportunidad de su archienemigo táctico de entonces. No se hizo en nombre de ninguna forma de fascismo: simplemente, Massera deseaba ese lugar en la socialdemocracia argentina para él mismo. (Recuérdese que, años más tarde, fundaría el Partido para la Democracia Social, con el que se presentó como candidato a Presidente en 1983, con un programa muy en sintonía con la prosa política de la Ebert).
Hasta ahí la pista y no sé de alguien que haya intentado proseguir la indagación que interrumpió la joven muerte de Claudio Uriarte. Lamentablemente, el pasado reciente de la Argentina es todavía un misterio con muy pocas luces y demasiadas sombras.
Para salir de tal estado de conocimiento, deberemos esperar -seguramente- a que se disipen los intereses creados, cicatricen las heridas y las nuevas generaciones puedan pensar por encima de las sacralizaciones y los demonizados. Hasta tanto, habrá que ir sembrando hipótesis, con responsabilidad y rigor intelectual, o difundiendo datos documentales y aportes testimoniales. Esta última es, dicho sea de paso, una interesante opción para el periodismo historiográfico.
Ojalá que la próxima etapa política ofrezca buenas condiciones para esta imprescindible tarea.
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