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Roberto  Goijman

Por Roberto Goijman

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Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1953. A los 21 años aparece en las listas de la “Triple A” y pasa a la clandestinidad. Se exilia en 1976 perseguido por la Dictadura Militar.
Organizador de Encuentros literarios, difusor de la Poesía Patagónica. En 1997fue destacado por la provincia del Chubut por enriquecer a las Letras Chubutenses. Director de Ediciones Patagonia.

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Cuando se quiebra toda fraternidad

Tenía apenas ocho años cuando me pusieron pupilo en el internado israelita de Burzaco; un año estuve allí y mi madre me solía ir a visitar los domingos, o retirarme algún fin de semana.

21.07.2014 04:53 |  Goijman Roberto  | 

Eso, cuando el dinero le alcanzaba. A los nueve años, regrese a la casa de Villa Crespo donde en invierno me bañaba en aquellas grandes palanganas que parecían pequeños piletones, las mismas que se ponían en la pieza apuntando hacia las goteras en los días de tormenta. Por entonces, solía estar de mañana repartiendo leche en los carros herméticos tirados a caballo de la Vascongada. A los diez años ya trabajaba de cadete en una farmacia de la empedrada avenida Canning y Loyola, por donde pasaba el tranvía 89. Desde aquella vez, nunca más deje de trabajar. En el año 1966 me tocó presenciar el golpe militar de Onganía y la caída del gobierno de Illia, justo me habían mandado a retirar unos lentes a Bausch & Lomb, que estaba en Diagonal norte casi Florida. Ese año estalla en medio oriente “La guerra de los seis días”, y con apenas trece años pensé en alistarme e ir pelear a Israel. Al séptimo día, y siendo muy joven, los padres de un amiguito de origen sirio libanes, me felicitaron; claro… era uno contra varios. Entonces Argentina era otro país y otro, el mundo. Se hablaba del Estado de los kibutz, del jardín del edén, de un nuevo socialismo, de Golda Meir, primera ministra viajando en trolebús, y que los árabes no querían la paz en esa tierra desértica donde se plantaban miles de pinos y árboles frutales. Después entendí que la historia era mucha más compleja y no tan simple como la contaban.
Lo mismo pasa con la pobreza. Duele ser pobre, como saberse discriminado por culpa de esa pobreza que uno no eligió, y duele sentirse perseguido por esa historia de sangre. Mis abuelos fueron tan pobres como otros que se escaparon de los progrom zaristas del imperio ruso. Mi abuelo, campesino y bolchevique llego a la Argentina después de la derrota de la revolución de 1905. Fue parte de esa gran inmigración que pobló nuestro país y que muchos murieron en la Semana trágica de 1919, o en la Patagonia del 21. Gallegos, tanos, rusos, turcos, les decían, y todos se ofendían; eran Españoles, italianos, judíos, armenios.
Allá por los ’60, en plena era primaria, yo era el rusito, donde el tano gritaba los goles de Mazolla de aquel histórico Inter, o el turquito, que gritaba enojado: yo soy armenio! Mientras mi madre los corría, goishes, decía con la escoba en mano, después que la pelota de goma rompía algún vidrio de la casa, época en que la palabra Perón estaba prohibida.
En el norte, concretamente en Corrientes, hay niños rubios, de ojos celestes que viven en la total miseria, de familias que nunca conocieron el agua potable, y que aún viven bajo techo de adobe. Es que la pobreza no tiene color, no tiene nacionalidad. En Europa abarca a los pelirrojos, el obrero allí no tiene el color de los cabecitas negras, y en Asia tiene los ojos estirados. El nacer judío no es nacer potentado, o pudiente de clase media; se es obrero y hasta desocupado. Unos, aun hoy, son hijos o nietos de los gauchos que vivían en Entre Ríos, reconocidos en el libro de Alberto Gerchuno, y la película de Juan José Jusid que Osvaldo Soriano formo parte.
Yo tuve tíos que en la niñez vendían ballenitas para cuellos de camisas en las calles, otro, ya mayor, término de vagabundo, durmiendo por las calles de esta ciudad. A veces, la esquizofrenia antijudía aturde tanto que a uno le duele hasta el alma, le refriegan las políticas gubernamentales o de estado, y termina por culpa de ello, siendo de repente: guerrero, invasor, asesino, aunque viva en la diáspora y no conozca al tan cuestionado país.
El mundo gira día a día en los extremos ideológicos, fundamentalistas, hasta apareció un nuevo Califa, los buitres financieros, esos que especulan con nuestros bonos y petróleo, son parte de todo esto. La economía capitalista mundial es avara y violenta, de ahí que los jugadores de Argelia donaran sus pagos del mundial de Brasil a la pobreza de Gaza, nuevamente masacrada; y hablamos de seis millones y medio de Euros; no de los miles de pesos de nuestra selección, y que fueron destinaron al hospital de niños.
El que conoce el hambre no olvida, mi madre no dormía pensando en si nos quedábamos con hambre, para ella nunca estábamos saciados. Nuestros abuelos hacían sopa con la cascara de cebolla, nada se tiraba. En la Rusia zarista, existió el hambre de guerra, hasta el estiércol era bueno. Las guerras no son malas únicamente por la destrucción física, son malas por el sufrimiento que genera, por las secuelas que tardan generaciones en cicatrizar. Son malas porque se quiebran historias y toda fraternidad. Las guerras, lo peor de ellas, es que siempre especulan con la muerte y el hambre de los pueblos. Son pruebas armamentistas de las guerras venideras.


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