

Por Roberto Goijman
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Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1953. A los 21 años aparece en las listas de la “Triple A” y pasa a la clandestinidad. Se exilia en 1976 perseguido por la Dictadura Militar.
Organizador de Encuentros literarios, difusor de la Poesía Patagónica. En 1997fue destacado por la provincia del Chubut por enriquecer a las Letras Chubutenses. Director de Ediciones Patagonia.
Vacío
18.08.2014 06:32 | Goijman Roberto |
El lunes pasado pude nuevamente escuchar al poeta Enrique Bossero en el tradicional Bar Lavalle luego de años de no saber de él. Increíble como la voz se agudiza hasta movilizar al más perdido aroma que anda por las calles en busca de atrapar a ese alguien perdido en sí mismo, y allí, esos poemas añejos reconfortaban.
El martes, en el subsuelo de la librería Hernández, Víctor Redondo, legendario de la revista Ultimo Reino, luego de años de no editar nos sorprendió con su poética, de cómo los poetas se mantienen en el tiempo.
El miércoles, al músico y cantautor Julio Lacarra, le toco su premio mayor: Personalidad destacada de la cultura. Reconocimiento dado por la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; y mientras el brindis, luego de haber escuchado la cálida voz de Chany Suárez, y del Quinteto Tiempo, un duende vestido de amigo se acerca, y sin saludar, quieto como perro faldero al lado al mío, me roza con su soltura de montaña. Nelson Avalos, había llegado desde nuestra cordillera patagónica para grabar un disco junto a Mónica Abraham, grata fue mi sorpresa ante tal súbita aparición, es que hacía tiempo que no sabía de él, ni de su canto ni nada; uno acostumbra a guardar los recuerdos, y con Nelson, juntos estuvimos en Rio Grande, por aquellos años del 2000, donde nos deleitamos ese Primero de Mayo, junto a Luisa Calcumil y al Mochi Leite; y él, responsable entonces de una de mis giras por ese Sur de Fin del mundo, me convoco hasta Ushuaia. Luego siguió Punta Arenas, y más tarde Puerto Natales. Allí junto a Pavel Oyarzum y Dinko Pavlov, deleitamos de esos vinos que sólo saben sus poetas y que se toman en Chile.
El jueves Irene Gruss leyó en la Casa Influencias, casa del arte junto a Miguel Gaya; y hubo por así decirlo, también actividades, los días venideros.
Es que la música y la poesía, a pesar de las noticias amarillas que inundan los canales de TV y la prensa escrita, lucen de gala y están muy presentes en las noches de Buenos Aires, que tanto uno transita. Pero algo falla en estas épocas cuando la “humanidad” de ciertos poetas galardonados, y que podríamos justificar, echarle la culpa a la vejez, pero los años no justifican, al contrario, certifican la coherencia o la incoherencia, y cuando se dan opiniones u argumentos falaces, uno piensa en la vuelta del reloj, en esa vuelta que gira de izquierda a derecha. Es que en charla de pasillo surge que un destacado poeta de la generación del ´60, no ha tenido la mejor virtud que justificar la masacre de Gaza, esa que significo casi 2000 muertos, la mayoría civiles, mujeres y niños, no hablemos de mutilados, eso no. Pero ni en nombre de Hamas, ni de su bastarda ideología, se puede justificar tal crimen de Lesa Humanidad. Habría que leer al rabino Henry Siegman de la comunidad judía de los EE.UU, o desde otro punto de vista, la del historiador disidente israelí, Shlomo Sand, para comprender mejor los principios del judaísmo y de la complejidad de la raza humana. Es que cuando se deja atrás toda ética, toda moral, y se justifica la muerte, algo se ha quebrado, algo grave está fallando en esta sociedad donde sólo se consume lo que nos venden, y mal puede el poeta, acomodarse a esto.
Diferente pensaba, y fiel a sí mismo se mantuvo Juan Gelman, o como ese Alberto Spumberg, que con su lealtad y lucidez desde la contratapa de Pagina 12, nos llenó de emociones. En el día de la muerte de Juan, el presidente de la SADE Mendoza, dijo que no había que recordarlo, que Gelman había sido un asesino. Y él, -vaya uno a saber que hizo este espécimen en la época militar- se reconfortaba por no haberlo leído nunca. Con tal ignorancia, con tal argumento supino, no leamos nunca a Ezra Pound, a pesar del recordatorio de Ernesto Cardenal como prologuista, y de su selección. Menos… a Leopoldo Lugones o la Generación española del 27. Entonces, ya que estamos, no leamos a Borges, ni a Paco Urondo, menos a Roberto Santoro. Hubo en la argentina más de cien poetas asesinados o desaparecidos, no creo que haya país en el mundo que logre exterminar a tantos escritores, como si lo hizo el régimen militar de 1976-82. Entonces el oscurantismo se apoderaría nuevamente de nosotros, no a través de la quema de libros sino del ninguneo, de esa otra desaparición que tanto daño hace; ahí está todavía Luis Franco, esperando un pequeño homenaje; olvidemos a Benedetti y a Pablo Neruda, al extraordinario Cesar Vallejos o al surrealista André Breton que se codeo con León Trotsky. Entonces el mundo todo se llenaría de cobardes, de personajes que no saben escribir pero que desde las cúpulas de las instituciones pregonan libremente en nombre de las letras.
Por escuchar de joven las notas y comentarios de la prensa amarilla a Jorge Luis Borges, por escuchar sus barbaridades clasistas en los programas radiales, mis oídos, nunca más volvieron a ser los mismos. Del poeta queda la obra, y no sus viejas impresiones, por eso recomiendo leerlo.
Tenía diecinueve años cuando escuche por primera hablar de Cesar Vallejo, y treinta y uno, cuando conocí a Don Luis Franco; yo en aquella época acostumbraba a llevarle todas las semanas la prensa partidaria. Si alguien me hubiese hablado entonces de la correspondencia entre él con León Trostky, hoy estaría hablando de otra cosa y no necesariamente de poetas. Lo mismo si en mi juventud, me hubiese enterado del amorío Trostky-Frida. Les aseguro que más que afiches prohibidos de John Lennon, del Che Guevara o de Karl Mark, hubiese rebuscado en esas temibles e impúdicas fotos que hoy circulan por internet, como la de Frida con su pubis esbelto, donde nosotros, orgullosos de la liberación de nuestros cuerpos, la hubiésemos tomado como bandera. Época donde ese Tato cortaba los film de celuloides, de esos largometrajes, ante la primera insinuación. Que más podríamos aspirar, entonces, antes que ver películas o fotos de desnudos, si con la Frida Khalo y la moral de aquella época, podríamos haber roto todas las fronteras, y no sólo las suburbanas, como esa que terminaba en la General Paz.
El martes, en el subsuelo de la librería Hernández, Víctor Redondo, legendario de la revista Ultimo Reino, luego de años de no editar nos sorprendió con su poética, de cómo los poetas se mantienen en el tiempo.
El miércoles, al músico y cantautor Julio Lacarra, le toco su premio mayor: Personalidad destacada de la cultura. Reconocimiento dado por la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; y mientras el brindis, luego de haber escuchado la cálida voz de Chany Suárez, y del Quinteto Tiempo, un duende vestido de amigo se acerca, y sin saludar, quieto como perro faldero al lado al mío, me roza con su soltura de montaña. Nelson Avalos, había llegado desde nuestra cordillera patagónica para grabar un disco junto a Mónica Abraham, grata fue mi sorpresa ante tal súbita aparición, es que hacía tiempo que no sabía de él, ni de su canto ni nada; uno acostumbra a guardar los recuerdos, y con Nelson, juntos estuvimos en Rio Grande, por aquellos años del 2000, donde nos deleitamos ese Primero de Mayo, junto a Luisa Calcumil y al Mochi Leite; y él, responsable entonces de una de mis giras por ese Sur de Fin del mundo, me convoco hasta Ushuaia. Luego siguió Punta Arenas, y más tarde Puerto Natales. Allí junto a Pavel Oyarzum y Dinko Pavlov, deleitamos de esos vinos que sólo saben sus poetas y que se toman en Chile.
El jueves Irene Gruss leyó en la Casa Influencias, casa del arte junto a Miguel Gaya; y hubo por así decirlo, también actividades, los días venideros.
Es que la música y la poesía, a pesar de las noticias amarillas que inundan los canales de TV y la prensa escrita, lucen de gala y están muy presentes en las noches de Buenos Aires, que tanto uno transita. Pero algo falla en estas épocas cuando la “humanidad” de ciertos poetas galardonados, y que podríamos justificar, echarle la culpa a la vejez, pero los años no justifican, al contrario, certifican la coherencia o la incoherencia, y cuando se dan opiniones u argumentos falaces, uno piensa en la vuelta del reloj, en esa vuelta que gira de izquierda a derecha. Es que en charla de pasillo surge que un destacado poeta de la generación del ´60, no ha tenido la mejor virtud que justificar la masacre de Gaza, esa que significo casi 2000 muertos, la mayoría civiles, mujeres y niños, no hablemos de mutilados, eso no. Pero ni en nombre de Hamas, ni de su bastarda ideología, se puede justificar tal crimen de Lesa Humanidad. Habría que leer al rabino Henry Siegman de la comunidad judía de los EE.UU, o desde otro punto de vista, la del historiador disidente israelí, Shlomo Sand, para comprender mejor los principios del judaísmo y de la complejidad de la raza humana. Es que cuando se deja atrás toda ética, toda moral, y se justifica la muerte, algo se ha quebrado, algo grave está fallando en esta sociedad donde sólo se consume lo que nos venden, y mal puede el poeta, acomodarse a esto.
Diferente pensaba, y fiel a sí mismo se mantuvo Juan Gelman, o como ese Alberto Spumberg, que con su lealtad y lucidez desde la contratapa de Pagina 12, nos llenó de emociones. En el día de la muerte de Juan, el presidente de la SADE Mendoza, dijo que no había que recordarlo, que Gelman había sido un asesino. Y él, -vaya uno a saber que hizo este espécimen en la época militar- se reconfortaba por no haberlo leído nunca. Con tal ignorancia, con tal argumento supino, no leamos nunca a Ezra Pound, a pesar del recordatorio de Ernesto Cardenal como prologuista, y de su selección. Menos… a Leopoldo Lugones o la Generación española del 27. Entonces, ya que estamos, no leamos a Borges, ni a Paco Urondo, menos a Roberto Santoro. Hubo en la argentina más de cien poetas asesinados o desaparecidos, no creo que haya país en el mundo que logre exterminar a tantos escritores, como si lo hizo el régimen militar de 1976-82. Entonces el oscurantismo se apoderaría nuevamente de nosotros, no a través de la quema de libros sino del ninguneo, de esa otra desaparición que tanto daño hace; ahí está todavía Luis Franco, esperando un pequeño homenaje; olvidemos a Benedetti y a Pablo Neruda, al extraordinario Cesar Vallejos o al surrealista André Breton que se codeo con León Trotsky. Entonces el mundo todo se llenaría de cobardes, de personajes que no saben escribir pero que desde las cúpulas de las instituciones pregonan libremente en nombre de las letras.
Por escuchar de joven las notas y comentarios de la prensa amarilla a Jorge Luis Borges, por escuchar sus barbaridades clasistas en los programas radiales, mis oídos, nunca más volvieron a ser los mismos. Del poeta queda la obra, y no sus viejas impresiones, por eso recomiendo leerlo.
Tenía diecinueve años cuando escuche por primera hablar de Cesar Vallejo, y treinta y uno, cuando conocí a Don Luis Franco; yo en aquella época acostumbraba a llevarle todas las semanas la prensa partidaria. Si alguien me hubiese hablado entonces de la correspondencia entre él con León Trostky, hoy estaría hablando de otra cosa y no necesariamente de poetas. Lo mismo si en mi juventud, me hubiese enterado del amorío Trostky-Frida. Les aseguro que más que afiches prohibidos de John Lennon, del Che Guevara o de Karl Mark, hubiese rebuscado en esas temibles e impúdicas fotos que hoy circulan por internet, como la de Frida con su pubis esbelto, donde nosotros, orgullosos de la liberación de nuestros cuerpos, la hubiésemos tomado como bandera. Época donde ese Tato cortaba los film de celuloides, de esos largometrajes, ante la primera insinuación. Que más podríamos aspirar, entonces, antes que ver películas o fotos de desnudos, si con la Frida Khalo y la moral de aquella época, podríamos haber roto todas las fronteras, y no sólo las suburbanas, como esa que terminaba en la General Paz.
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