Poemas de Eduardo Robino (Salta)
21.08.2014 07:42 | de ... Poemas |
Además
la última caja de cerillas se ha mojado
en la mortal ternura de la nieve
fosforerita
no hay prisa
sólo se ha vuelto a malograr el mundo.
LA MAÑANA
prepara otra contienda mientras hace tostadas.
grita a su niña para que se adelante, el transporte escolar no espera nada,
pocas cosas esperan en la vida.
en la radio volvieron a fallar con el clima, un sol helado desciende sobre las ramas sucias.
Tomás no se ha vestido, ayer no se ha afeitado, tampoco esta mañana irá a buscar trabajo:
el almuerzo será puntual, inmaculado, como toda disculpa.
se ofrece a sí misma la ironía de dejar la basura al lado de la puerta.
levanta su cartera y sube al auto de Mirta, que se pintó los labios en la espera,
ya en la oficina toma el té de la mañana mientras hojea expedientes.
Fernando llega a tiempo, algo perdido, con alguna ocurrencia sobre la chica nueva,
ajusta el pasador y comenta algo sobre sus aros nuevos,
mientras, desajusta la blusa de mercedes, levanta su vestido,
y con delicadeza lleva su mano por la pierna hasta el pubis.
ella muerde sus labios y le desprende el cinto.
en todo juego hay reglas que se dejan de lado.
LA CENA
la dicroica enmarca la copa de vino, el pescado decorado a dos hierbas,
la pequeña panerita a la izquierda, la servilleta blanca, pesada, regalo de los tíos.
la botella está helada, es de un buen año: el noventa y cuatro fue bueno en torrontés.
Mercedes acerca la copa a su boca y da por comenzada la función para uno,
dejando tras de sí las horas de escritorio, recuperando el brillo de sus ojos.
en el equipo, Parker ejercita su pequeña y solitaria epopeya, que se pierde sobre sí,
hasta que irremediablemente llegue el día.
el vestido suelto, de algodón, permite descubrir el contorno perfecto de los pechos,
el delicadísimo trazo que curva la cadera, el pubis plano.
y ella piensa, al saborear detenidamente cada bocado, cada sorbo anhelado:
“si pudiera yo misma acariciar mi sombra.”
PALABRAS
la última carta, quizás por el lugar común,
fue la de más fácil redacción: “sr. juez”.
costó la de “familia” y, un tanto menos
la de “tío Rafael”. estuvo a punto
de escribir una más. dejó abierta
la ducha, no tuvo fuerza
para hacer un café.
escribió, por ultimo, la nota:
“Florencia: te amé. lo hice por vos.”
lo escribió
con dolor. tomó de nuevo el cargador
y resonaron luego, aún
más fuertes, las palabras
de Marcos esa misma mañana: “voy
a decirle todo, todo, todo
a tu papá.”
AZUL
repite mentalmente aquellos versos:
“que alegría vivir sintiéndose vivido...”,
que fantástico recordarlos, latirlos
entre las sienes húmedas, transpirarlos,
en el pecho agitado, abarcando
el aún costado tibio de cama destendida:
“María está allí, ha encendido la ducha, despeinada,
estuvo a mi costado
desnudos nos reímos agitados, nos reímos
de todo lo pasado, de la historia infinita,
de las calles repletas y las calles vacías,
de las tazas que abarrotan colillas.
la escucho: me dice nuevamente
que no planeaba nada, que la suerte
nos reencontró esta noche
en casa de Georgina. -yo sabía,
en cambio, que ella iría-.”
el agua corre por sus pezones tibios,
transparente, perfecta.
la escucha, entonces, cantando
lentamente, en baja
voz “azul, y es que este amor
es azul, como de tu mirada nació
mi ilusión, azul, como una lágrima cuando
no hay perdón...”. alcanza el vaso, bebe
un lento trago, tembloroso
alcanza los cigarros:
no se escuchan aún los colectivos y faltan
catorce siglos para la madrugada.
EL OTOÑO DEL SALTIMBANQUI
no es el reuma que encrudece los huesos
en este mayo frío, ni las hojas
mojadas, adheridas al suelo
sin poder levantar, vencidas
por el mismo elemento que las hizo
crecer y madurar. no son los años,
aún articulados, enhebrados ordenadamente,
cobijados en la piadosa tristeza
en la que convergen sin contrarios
el dolor y la alegría de los antiguos días.
no es ni la muerte, esperada
como un suceso más
digno de esquelas, de flores o de olvidos
lo que me tiene aquí, debajo
de estás sábanas gratas, aunque innobles.
Es el aire, Pierrot, el que se ha puesto denso,
Es el aire, mon frère, quien me rechaza
MURMULLOS
alamedas dibujadas en los pocillos de café
deslizando sus nombres
en la ventolina templada de febrero
servilletas de lino bordadas y una tetera humeante
un gesto casi imperceptible
entre las manos
el equinoccio de la desnudez
la sinuosidad del sol en los postigos
develando el polvillo que ambula como insomne
hasta detenerse secretamente impuro
sobre la memoria en lavanda de tu desavillé
apenas un desaire
que nos permite atardecer tras el periódico.
LOS BIBLIORATOS DE CAÍN
hay vestigios de huerta abandonada entre los escombros de la ciudad de Nod,
nada detiene allí la forma del desierto. algunas tiras secas, resquebrajadas,
fueron calabazas allí, en lo imposible, un día. incluso había duraznos
y antiguas vides, casi rocas al tacto sus ramas y sarmientos:
los ciclos de las estaciones no turbarán sin más
las neutras maneras de la eternidad. Las golondrinas
atravesarán dos distintos mares antes de su llegar.
han hablado de mi corazón negro y encontraron ayunos
y tambores más allá del sabbath: mi nombre
ha forjado una lanza que no duerme jamás.
hoy respondí de nuevo las preguntas que hace tanto me hicieron.
nadie puede saber si mi tono ha cambiado, si lo recuerdo
dormido en la ladera, esperando
la noche. no son aquellos vientos
los que volcaron el blanco entre mis sienes,
los que secan mi voz: mi grito desvanece
entre montes de piedra que nadie escribirá.
“llámesele o no, Dios estará presente”, he tallado
encima de mi puerta. nadie me lanzó piedras,
ni han usado hachas ni hoguera para mi redención.
las palabras se han vuelto sobre mí
como la ponzoña de un alacrán. el cuerpo
de mi hermano guarda el último eco
de la ciudad de Sion.
he regresado un día, oculto entre luciérnagas,
mi madre me esperaba: reconoció mis pasos
cubiertos de intemperie, y en el oscuro agosto
sus labios han secado cada uno de mis párpados.
“tu casta está maldita”,
han prometido algunos llegados a mi piel.
una mujer me mira detrás de los olivos.
el aire que la envuelve me ha enseñado sus planes:
siempre hay mujeres dispuestas a perder.
Detrás de las montañas
las estrellas enmudecieron como un aria infinita
desplegada en la arena.
retornará a otro mundo el mirlo
después de su verano. vendrán praderas
donde el trigo y la avena sean de nuevo.
he pedido la lluvia.
Dios ha llorado de nuevo en mi caverna,
furtivo entre los médanos, su corazón
quebrado junto al mío. he pedido la lluvia,
y se ha marchado.
BARLOVENTO
hace tiempo que no encuentro al pequeño
que escapaba de la caverna del indio Joe.
no sé si alguna vez el humo de la pipa
lo repondrá en su surco. tal vez sólo ha quedado
la Mompracem destruida, diezmada por la peste,
con columnas de humo visibles desde el mar.
peregrino en los acantilados, espero días
en los que vivir sea barlovento,
y renazcan en mí las flores de amancay,
o alguna vez las brasas,
cuya costra en ceniza disuelve la memoria,
o mis pies descalzos sobre el lecho de un río
que no ha cambiado nunca.
y sano la ceguera del presente continuo,
y he sido los que he sido,
y hemos partido el pan.
“Krakatoa: al este de Java”, su peso de viejo resplandor
a contraluz; no el film, sino la frase que gira en el vacío.
no el volcán, ni los que se fueron a tiempo en esa barca
promulgando el amor frente al desastre.
son los ojos del padre, de joven, en un cine olvidado,
la madre que sienta su resignado cuerpo junto al mío
acurrucado, viendo caer el domingo.
el mar, ensimismado, y una montaña nueva
en la que asientan, como en la creación,
las aves todas.
a veces pienso en Dios
que en agosto huele a mandarino
y existe por momentos,
como un mirlo,
comiendo migas en un patio ausente.
CUERNAVACA
El linaje de los hombres huele a óleo, aquí abajo, en el monte
de Acuña o en el lago de Pérnaga. Se ven
muy pocas familias sin escudos de armas:
las pocas que no cuentan
con él, se disuelven de a poco
como una mantilla negra se disuelve
al cabo de dos generaciones.
La plaza huele a España, aquella que es mirada
desde el otro lado del Atlántico: mejorada, robusta,
brillante como un dije falso
en una garganta perfumada.
En el mercado negro se consiguen
baratijas electrónicas y colonias
falseadas que en ninguna casa faltan,
he visto en algunas
veladores que giran sus pantallas
al encender las luces
casi ocultos como un libro prohibido.
Aún transitan caballos
por las calles de tierra,
aquellas alejadas
de las villas del centro,
cerca de los criaderos
donde bullen las moscas.
El lugar es horrendo
pero la tradición invierte
esa moldura por un velo de seda:
allí Don Francisco de Soria y Alvarado, almirante de Felipe II,
prometía el amor a las hijas legítimas
mientras el sol anidaba cobrizo entre sus pieles.
En la biblioteca -una reliquia del siglo XVII,
de anaranjadas tejas coloniales y balcones de cedro
tallado por los indígenas en las misiones de los franciscanos-
se guardan mapas
en donde figura el punto exacto de El Dorado,
En aquel lugar,
al sur de Cuernavaca,
se eleva un zoológico de aves al pie de una colina.
RECORRIDO NOCTURNO
En la calle Ayacucho se marcan con estacas las
fronteras de la noche.
Allí todo comienza cuando todo termina. La armonía
toma su forma valedera de terreno imposible,
de indefinible ambiguo. La armonía es un
travesti escupiendo en la vereda, una puta que
pisa una colilla.
Las luces de Ayacucho perdieron la batalla: han
triunfado la luna, los rincones macabros, el
régimen siniestro de los gatos.
No se puede caminar sin preguntarse si puede el amor
entre tantas bolsas de residuos, si lo sueños
podrán desembarazarse de las madejas hirvientes.
Al fondo de la calle está la plaza, levemente
suspendida en la neblina, léspicamente rellena
de abandono. Aquí la moral es un halo
imperceptible. Se increpan sin filosofía los
oscuros estímulos, puede habitarse el mundo
desde el humo de los cigarrillos, desde la
sensualidad de amantes que trafican las cartas
del deseo. Se desviste la pena del carrusel
dormido, se entiende que vivimos en húmedas
mazmorras construidas con nostalgia.
Al final de la plaza se acurruca la muerte como un
guardián nocturno, disfrazada con hipócrita
indulgencia de un hospital de niños.
Eduardo Robino nació en Salta en 1974. Obtuvo dos veces el Primer Premio de Poesía de la Provincia de Salta. Becario de la Fundación Antorchas en Talleres de Narración. Participo en la Feria del Libro de Buenos Aires en varias oportunidades.
Escribió los libros de poesía Certezas Cotidianas (1998), Puebla (2004), Los tesoros ingratos (2008), Hasta que irremediablemente llegue el día (2010) y Oleajes.
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