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La hora de Escocia
Aunque escasamente informado en los medios locales, el proceso que se abre con el debate por la reforma independentista en Escocia puede inaugurar un nuevo escenario en Europa.
08.09.2014 11:48 |
Giménez Manolo |
El próximo 18 de setiembre, los escoceses tendrán oportunidad de decidir que su país sea independiente del Reino Unido de la Gran Bretaña, del cual ahora es nación constituyente y región administrativa. Una antigua relación que remite a los tratados concluidos en 1707 con el Acta de Unión entre ambos reinos
Esta elección no es una mera formalidad –a diferencia de lo que viene siendo la actividad electoral en Escocia desde tiempos inmemoriales–, ya que el propio gobierno inglés se ha comprometido a cumplir enteramente el mandato que quede expresado en las urnas. Situación que marca una clara diferencia, por ejemplo, con el plebiscito puertorriqueño de 2012, donde los Estados Unidos se mantuvieron al margen, convirtiéndolo en una farsa. En este caso, la Corona avala enteramente la compulsa.
Tal vez porque el gobierno inglés consideró tarea sencilla mostrar ante los ojos del ciudadano común la propuesta de autonomía política como un salto al vacío; como una alternativa tan peligrosa y radical que no dejara otra alternativa que apoyar a las fuerzas conservadoras, reunidas en Better Together (Mejor Juntos). Es que de adoptar la vía del autonomismo institucional –sostienen–, Escocia debería iniciar un largo periplo legal y político para reingresar a la Unión Europea y a otras organizaciones internacionales, como la OTAN y la Mancomunidad de Naciones, a las que pertenece actualmente por el tutelaje inglés. Y si bien el ministro principal escocés, Alex Salmond, dijo que esto no será un problema, la propia UE lo ha desmentido a viva voz.
Con tales argumentos, todo parecía estar a favor de la continuidad. Un triunfo probritánico consolidaría el vínculo y callaría las expresiones nacionalistas por algún tiempo. Pero las cosas no parecen estar saliendo según lo previsto. El referéndum –de acuerdo a la opinión de la periodista galesa Hilary Wainwright– "ha provocado una movilización popular a favor de un cambio social radical como nunca se había visto en estas islas desde hace una generación".
Es que más allá del resultado, para los escoceses esta es la gran oportunidad de castigar a los sucesivos gobiernos centrales –y mezquinamente ingleses– del Reino Unido, por múltiples y legítimas razones. La política exterior, tan subsumida a la estrategia de los EE. UU., es una de ellas. También las cíclicas medidas económicas de ajuste –¿recuerdan los testimonios de la huelga minera o de la rebelión contra el poll tax en la era Thatcher?– o el haber mantenido a Escocia, de manera humillante, como convidado de piedra en las decisiones de Westminster.
Decimos que se trata de una oportunidad inusual para transformar estas críticas en una acción política, pues las prácticas electorales corrientes nunca permitieron que los sectores sociales dinámicos de la sociedad escocesa pudiesen expresarse cabalmente. Ni el tímido reformismo del Partido Nacional, del ministro Salmond; ni la izquierda, siempre absorbida por el aparato del Partido Laborista, han conseguido ofrecer una herramienta eficiente a las demandas históricas de su pueblo.
Pero más allá del resultado, será interesante observar el devenir de esta inesperada "primavera" escocesa". Porque lo que aquí se está cuestionando es mucho más que un vínculo administrativo. Se ha sentado en el banquillo al propio Reino Unido, en su conformación y estructura. Y no sería nada raro que tales formulaciones –donde se exponen crudamente los atávicos privilegios– terminen expandiéndose hacia Irlanda, Gales y aún hacia la propia Inglaterra. De hecho, en los próximos días, se esperan delegaciones de todos los rincones del archipiélago para dar su apoyo, en Glasgow, a los autonomistas.
Simétricamente, el régimen del primer ministro, David Cameron, acusando recibo de estas manifestaciones, anunció en las últimas horas –a través de su ministro de Economía, George Osborne– un plan para otorgarle a los escoceses "mucho mayor" autonomía fiscal y potestad para gestionar los impuestos y las prestaciones sociales. Una "reforma histórica" que, advirtieron, entrará en vigencia si se impone la posición negativa en el referéndum.
Aunque el soborno de Cameron pueda gravitar en la decisión electoral del 18, se trata sólo de un reflejo tardío producto del miedo. Y es posible que su eficacia sea muy limitada o que la tendencia ya no pueda revertirse, pues el movimiento político con epicentro en Escocia tiende a multiplicarse, al punto de convertirse en la antesala de un nuevo pacto constitucional entre todas las naciones que conforman el dominio de Su Graciosa Majestad.
No es una buena noticia para el trono, obviamente, ni para su petulante hijo trasatlántico. Pero sí lo es para la desgastada democracia europea. De todos modos, de consagrarse la voluntad de cambio, es de esperar que los fantasmas del pasado no terminen devorándose las esperanzas del presente. Y la primavera –como viene ocurriendo en otros confines del planeta– se convierta en un invierno aún más inhóspito del que se pretendía salir.