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Brasil: la educación pierde por goleada

 Despilfarro estatal y concentración económica se ponen la camiseta de la selección brasileña, para engañar a la tribuna. Pero la tribuna no es todo el pueblo. 
 

01.07.2013 14:11 |  Giménez Manolo  | 

Al ser elegido como organizador del Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016, Brasil terminó de transformarse en una ascendente estrella mediática, presentándose como paradigma del crecimiento y desarrollo económico.  
 
El año pasado, por ejemplo, el prestigioso semanario alemán Der Spiegel, bajo el título "Brasil, de la pobreza al poder: cómo el buen gobierno ha hecho del país una nación modelo", afirmaba en un extenso reportaje que pronto se convertiría en la quinta economía del mundo (a punto de superar a Francia y el Reino Unidos) y en "uno de los países con potencial para ayudar a rescatar a la Unión Europea". 
 
Sin embargo, el video de una joven médica, Carla Dauden, difundido por You Tube como “No, yo no voy a ir al mundial” se ha convertido, en estos últimos días, en el emblema de la protesta masiva, que lleva mas de dos semanas en las principales ciudades brasileñas, y entre cuyos ejes de descontento se encuentra el descomunal gasto que demandará la Copa del Mundo.  
 
Un evento en el que la mayor rentabilidad quedará en manos de la corporación trasnacional del fútbol, la FIFA (que se lleva la totalidad de las recaudaciones); las cadenas televisivas y el concentrado sector hotelero y turístico, radicado en las principales plazas del país pentacampeón. 
 
Allí, Dauden explica que "la copa del mundo va a costar aproximadamente unos 30 billones de dólares. Eso es muchísimo -dice- a comparación de las tres últimas copas del mundo juntas (25 billones). En un país donde el analfabetismo puede llegar al 21 por ciento. Un país que ocupa el puesto 85 en desarrollo humano y en donde 13 millones de personas pasan hambre todos los días”. 
 
El mensaje es emblemático, decíamos, porque aún cuando el disparador de las protestas fue, según se dijo, el aumento del costo del transporte público, no hay que ser demasiado perspicaz para entender que se apunta a un rango mucho más amplio de las decisiones políticas del gobierno de Dilma.  
 
No sólo por el derroche futbolero. Los impuestos, por ejemplo, llegaron al récord del 36,27 por ciento del PBI y nada parece indicar que esa masa de recursos haya sido destinada a los hospitales o las escuelas.  
 
En este último punto, la desatención oficial es realmente preocupante. De acuerdo al Informe de Monitoreo Global EFA (divulgado por la Unesco), de seguir este pobre ritmo de inversión educativa, Brasil no va a alcanzar los objetivos de Educación para Todos a los que se comprometió en el 2000.  
 
Recordemos que, para dar cumplimiento al presupuesto educativo, la presidenta había prometido la aplicación del 100 por ciento de las ganancias del petróleo en la educación, volcando 1.326 millones de dólares hasta 2014 en la formación de profesores, compra de libros y en la evaluación del aprendizaje. Al parecer, la pasión por el fútbol y los negocios particulares pudo más.  
 
Pero la educación debería ser la mayor de las pasiones de la socialdemocracia brasileña, en una sociedad que presenta más del 15 por ciento de analfabetismo real y no menos de un 40 por ciento de analfabetismo funcional (posiblemente de tales porcentajes surja el promedio que se indica en el video) y donde el 31 por ciento las personas con más de 60 años se declara analfabeto absoluto. 
 
Un dato más: en el mencionado Informe de Monitoreo Global EFA, se indica que más de 510 millones de estudiantes de la educación secundaria, en todo el mundo, participan de programas de nivel técnico. En Brasil, ese número es de 718 mil alumnos, menos del 3 por ciento de las matrículas de la educación secundaria. Una tasa sólo más elevada que las de India (0,83), Bangladesh (1,62) y Pakistán (2,13), entre los países en desarrollo. 
 
La mayor inversión educativa en la gestión de Rousseff debería ser prioridad, también, atendiendo a los datos sobre la violencia, que sigue siendo un mal endémico en Brasil, donde se reportan más de 40 mil homicidios por año, con una tasa promedio de 27 asesinatos cada 100 mil habitantes, según el estudio privado Mapa de la Violencia, elaborado en base a datos oficiales y citado en la página web de la Conmebol.  
 
Cerrando el cuadro de analfabetismo y violencia, no podía faltar el aumento descomunal en el consumo de drogas duras. En el pasado abril, el diario londinense The Economist publicó el resultado de algunos estudios, donde se indica que hay entre 1,2 millones y 1,4 millones de brasileños adictos al crack. En San Pablo, informa la nota, hay un barrio apropiadamente conocido como Cracolandia, donde viven unos 2.000 adictos. Tampoco es el único: en todas las grandes ciudades, al parecer, hay un un vecindario de ese tipo. 
 
Pero ninguno de estos datos alcanza a ser tan conmovedor para que Brasil desista de cumplir con el destino estelar que le promete el establishment planetario.  
 
Por el contrario, el equipo de Gobierno, con su táctica de faraonismo y concentración económica, está demostrando que hace tiempo lleva puesta una camiseta que no es la del nacionalismo económico, ni la de la justicia social. Atrás quedaron los años de Lula, en que se podían repartir los recursos de la economía sin entrar en conflicto con las clases dominantes.  
 
Hoy, ante la disyuntiva que plantea la crisis económica, quienes parecían tan generosos en los pases, están enfilando rectamente hacia el arco que defienden las grandes mayorías populares, en medio de los vítores de la platea preferencial, que alberga a los poderosos de este mundo.  
 
Por suerte, parece que la auténtica verdeamarelha está cambiando la tradición de ser floja en defensa. 
 
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