Cualquiera que haya seguido su periplo en las últimas décadas, sabe que la progresía vernácula se caracteriza por mostrar la mayor indiferencia posible hacia las víctimas del delito común. No es un detalle: se trata de un gesto central en quienes conciben la política como la capacidad de calificar en izquierdas y derechas todo suceso que tenga lugar bajo el sol.
Y si la vida puede simplificarse en términos ideológicos binarios, ¿por qué no hacerlo con la muerte? De este modo, quienes pierden la vida en una salidera bancaria o en un asalto, no merecen ninguna de las consideraciones que sí se reclaman, en cambio, para las víctimas del terrorismo de Estado en los 70.
Tampoco les importa demasiado que la enorme mayoría de los afectados por el delito sean trabajadores. El efecto residual de los infinitos plagiarios locales de Michel Foucault o Toni Negri, ha creado en estos difusos revolucionarios la ilusión de un nuevo sujeto de la transformación social, que ya no sería la clase obrera -desde siempre esquiva y apegada al viejo peronismo- sino el desclasado o el marginal, que cada tanto manifiesta su rebeldía por vía del delito.
Se trata de una caracterización absolutamente reaccionaria. Lo digo, en primer lugar, pensando en los millones de argentinos que enfrentan la pobreza sin recurrir al delito y aguardando que la demorada expansión del sistema productivo les ofrezca un trabajo formalizado y un salario digno.
Bastaría pensar en ellos para disentir con estas groseras generalizaciones que, entre otras cosas, impiden comprender la coincidencia de objetivos entre las reivindicaciones sociales y la lucha por un modelo de desarrollo autocentrado, objetivo central de una práctica política auténticamente nacional y popular.
Asimismo, no tengo la menor duda que las acciones del aparato represivo y de los organismos públicos contra el delito y la violencia constituyen la condición esencial del pacto republicano; pues, sin seguridad ni protección ciudadana, no hay libertades individuales, reivindicaciones sectoriales, ni vigencia alguna del derecho. La clara percepción de este horizonte jurídico, dicho sea de paso, es la que permite, también, comprender la dimensión criminal del terrorismo de Estado en el pasado reciente.
Por ello, cuando la sociedad le reclama al Gobierno nacional por mayor seguridad, decir que se trata de una manifestación de las clases acomodadas sobreactuando una sensación, es no entender absolutamente nada de nuestra vida democrática.
La mayor parte de quienes manifiestan este reclamo, no promueven el gatillo fácil ni la mano dura. Está claro que no los movilizan las frases hechas, sino las cosas sin hacer. También es oportuno señalar que, en su gran mayoría, no desconocen los rigores de la pobreza. Por el contrario, en menor medida los padecen simultáneamente con quienes roban por extrema necesidad.
Pero a diferencia de aquellos que ajustan el cuerpo de la realidad al corsé de las ideologías, como decía Jauretche, la mujer y el hombre de sentido común entienden que una explicación económico social del delito nunca puede ser una renuncia a combatirlo.