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De libertadores y campañas

 La coyuntura ofrece algunos elementos para repensar la figura de los líderes en función de los objetivos (demostrables, no declamados) que persiguen.
 

09.09.2013 07:31 |  Giménez Manolo  | 

En una charla ofrecida hace unos días en la Legislatura de Mendoza, el historiador José Antognioni hizo referencia al homenaje anual que se le tributa al Gral. José de San Martín en Boulogne Sur Mer, la localidad norteña de Francia donde el creador del Ejército de los Andes pasó sus últimos años de vida. 
 
Estando allí, según comentó Antognioni, le consultó a las autoridades de esa pequeña ciudad costera del Canal de la Mancha, la razón por la que honraban la memoria de un héroe argentino, a lo que contestaron: "Porque fue un libertador; y este tipo de personajes es muy escaso en la historia de la humanidad".
 
Y es verdad que muy raras veces nos detenemos en esta singular característica de nuestra historia nacional, cuyo protagonista central no es un conquistador, ni el representante de una clase social con proyecto hegemónico, como ocurre en la mayoría de los pueblos del mundo. 
 
San Martín fue enteramente un libertador; un líder político y militar cuyo mayor objetivo estuvo fijado en la emancipación de los pueblos, para que ellos mismos eligieran su forma de vida y organización política. 
 
Lo demuestra el hecho que, a pesar de sus incomparables proezas militares, San Martín nunca exigió ser reconocido como rey, emperador o presidente de los pueblos del sur del continente, a los que había librado del yugo colonial absolutista. Hoy, que se conocen por fin los contenidos de la célebre conferencia de Guayaquil, sabemos que este perfil ideológico lo distanció de Bolívar y del resto de la campaña militar.
 
Lamentablemente, este ejemplo y actitud frente a la lucha política es hoy inexistente. Por el contrario, podría decirse que actualmente la dirigencia se mueve desde las antípodas del gran Libertador. 
 
Especialmente, aquellos que administran los bienes del Estado. Recursos que ostentan y distribuyen como propios -a pesar de ser creados con el esfuerzo cotidiano de miles de trabajadores anónimos- a tal punto que, en cada política pública puesta en marcha para beneficio de las clases populares, nos sometemos a una irritante campaña publicitaria orientada a que se reconozca la "generosa concesión" que, obviamente, sugiere ser reconocida con el voto de los beneficiados.
 
Basta ver las tandas y programas de la Televisión Pública o la vergonzosa táctica electoral adoptada en los últimos días, donde los estrategas oficiales decidieron prescindir de la gestualidad de los derechos humanos en materia de Seguridad, a fin de granjearse el reconocimiento de quienes hasta ayer eran tratados de reaccionarios o de simples idiotas, sugestionados por la prensa opositora.
 
Otro caso es el decreto que aumenta el mínimo no imponible, en la aplicación del Impuesto a las Ganancias para la cuarta categoría, con el que se pretende convertir el derecho legítimo e indiscutible de los trabajadores argentinos, en una dádiva. En un acto caritativo de la señora Presidente, para que le sea eternamente reconocido por un sector al que, evidentemente, subestima. 
 
Pero no sabe cuánto se equivoca. Porque no existe en la sociedad una clase más conciente de sus intereses y objetivos que los trabajadores asalariados. Una clase con la experiencia suficiente para reconocer muy bien la diferencia entre una medida progresiva y este burdo intento de torcer la voluntad popular, concediendo por unos pocos meses lo que hace años debería ser una ley nacional.
 
Una ley nacional que instaure la movilidad del mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias, con actualización en referencia al índice de precios en forma automática. Esta es la única verdad, si es que hablamos de auténtica justicia social y no sólo de publicidad electoral.
 
Hace unos días que comenzó el año nuevo judío. Aprovecho, entonces, para citar una figura literaria de esa tradición que, aunque no parezca, tiene mucho que ver con el tema que estamos tratando. Como casi todos sabemos, en la Biblia se cuenta que Moisés liberó a las tribus de Israel y las condujo cuarenta años por el desierto. Pero nunca llegó a la Tierra Prometida. Murió antes y fue enterrado en un lugar desconocido. 
 
Los rabinos de la antigüedad se preguntan por qué. Y concluyen que esto ocurrió para que el pueblo no venerara el sepulcro de Moisés y, de esa manera, el pueblo se reconociera a sí mismo como artífice de su propia libertad.
 
Muy aprovechable conclusión. Pues tal vez la solución de fondo a nuestros problemas esté en dejar de delegar en los santuarios que, cada tanto, nos ofrecen los aparatos de propaganda de la política profesional y hacernos cargo, con pleno ejercicio de la libertad que nos corresponde, de nosotros mismos. 
 
Como esperó, sin demasiados resultados, el general San Martín.
 
 
 
 
 
 
 
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