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Su pasión por Renoir. Por Gabriel Loutaif (Cuento)
12.06.2014 10:17 |
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Confieso abiertamente, que en un principio, no me satisfizo la idea de comenzar a frecuentar a Krauss Folembaider; acaso, mucho menos aún, conociendo su tenebroso y furibundo pasado, que hoy persiste, todavía, fantasmalmente, como voces anacrónicas clamando justicia, desde cada rincón del vasto universo que nos atañe a todos, aunque se sientan, algunos, indiferentes a estos terribles vejámenes. Innúmeras veces, he reflexionado acerca del lugar del hombre en este mundo: sus anhelos, sus pasiones, sus miedos, y el sentido que le ha dado a su merecido existir, en un orden cualitativo de prioridades inherentes a su razón de ser. La libertad, la justicia, la verdad, han sido y seguirán siendo, puntos altamente significativos para los pensadores, como lo exploran satisfactoriamente en los vastos tratados filosóficos, para arribar entre otras cosas, a que son derechos naturales que conciernen al hombre, y no meros documentos teóricos que descansan apaciblemente en una biblioteca. Las razones que me llevaron a perseguir a este ex-oficial de la Gestapo refugiado en el Paraguay, no me son impropias. Solo bastaría retrotraer hechos, que lamentablemente son inexorables, pero que aluden a mi desesperación y a mi locura, para entender, y no de manera falaz, la realidad de los acontecimientos y lucubraciones que fui infiriendo a lo largo de mi tortuosa existencia. Me presenté como Bertram Hendrich, omitiendo, lógicamente, mi verdadero nombre. Ya para su sorpresa, ocultos entre las cuencas, la mirada inescrutable desde esos ojos azules, helados, cubiertos por párpados decrépitos por la ancianidad, parecieron atravesarme en las entrañas, como advirtiéndome que debía de estar totalmente fuera de mi juicio. Luego echó un vistazo general hacia el horizonte, con un aire displicente y la arrogancia propia de un sujeto que ha sabido manipular situaciones por demás aterradoras. Mi apócrifo oficio de curador, mi entrañable obsesión y mi perfecto alemán, han desarrollado en la adversidad, un instinto más que eficaz para ubicar su paradero y persuadirlo a una entrevista. Aunque reconozco, que no fue empresa fácil mantenerme íntegro frente a la severidad de su investidura. Y mucho menos, en el primer encuentro en el que me observó con obstinado detenimiento, analizando concienzudamente mi inteligencia, el lenguaje corporal en mis movimientos, las probabilidades que se aproximan a mi etnia, y el propósito insospechado de mi primera visita. Caminamos hacia el jardín abriéndonos paso por entre la frondosa arboleda, posteriormente me invitó a ingresar a su casa; hizo un ademán para que conociera la pequeña galería atestada de óleos y esculturas, y de manera súbita, comenzó a hablar con omnisciencia sobre Nietzsche, Heidegger y otros existencialistas a los que citó con resonado fervor, para luego y de manera repentina, recalar de nuevo en la pintura. Sería lícito admitir, también, su fina y respetable apreciación por el arte y el profundo conocimiento por la semiótica y la filología. Añadir su pasión por Renoir –cuando abordamos a los pictóricos- exaltaba el buen tino impresionista. La segunda vez que lo entrevisté, hizo una magnífica descripción del pintor, exacerbó en la biografía y puntualizó la elegante sensualidad de su obra; y hasta hizo del artista, un sublime reconocimiento de su figura. Transcurrieron unos pocos días hasta que decidí regresar a la casa de Kraus Folembaider. Cuando hice sonar la campanilla, pude distinguirlo detrás de la puerta mosquitera, como si estuviera aguardándome de antemano y avizorara la certeza de mi arribo. El sol impactaba sus rayos contra la vivienda, refractando en las paredes su fulguración, y elevando la temperatura hasta una situación insoportable. Me observaba, bebiendo, con una sonrisita cínica, al tiempo que daba señales de que ingresara. Sin embargo, me recibió de buen talante, invitándome con jerez y con enorme e inexplicable júbilo; quizá, la causa de su euforia era mi previsible visita, pensé con abrumado desconcierto, pues había sobradas razones para que sostuviera mi escepticismo, ya que la intuición, así me lo indicaba. Inusitadamente comenzó a hablar de Renoir, mientras que caminaba con lentitud con los brazos cruzados por la espalda, deteniéndose entre dos pasos para hacer una reflexión. De pronto su mirada pareció perderse en lo profundo de lo infinito, como atascado en las fugacidades de la melancolía, hasta que me anotició que ése día, era el aniversario de la muerte de su esposa Gretna. Luego me hizo saber que su pasión por Renoir, era, sin lugar a dudas, la obsesión más dulce que su mujer le habría transmitido a lo largo de sus años junto a ella. Lejos de perder el temple de hombre duro, percibí cierta tristeza en su rostro, cosa que no logró conmoverme, pero si hacer una breve acotación a su pesar y expresar mis condolencias. Dándome la espalda, empezó a decir: -Señor Hendrich o como quiera llamarse, desde el principio supe cuál era su propósito; ¿no creerá que soy un idiota? Haga lo que tenga que hacer, por favor- Aguardé hasta que giró sobre sí y permanecimos unos instantes mirándonos de frente, entonces abrí fuego y lo vi caer de bruces sobre la alfombra.