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Poemas de Antonio Esteban Agüero (San Luis)

17.02.2021 14:56 |  Noticias DiaxDia  | 

DIGO LA TONADA..
.
El idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgando la muerte y destruyendo
la memoria y el quipo del Amauta;
fue contienda también la del Idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama;
rotas fueron las voces ancestrales,
perseguidas, mordidas, martilladas
por un loco rencor sobre la boca
del hombre inerme y la mujer violada.
Y el Idioma triunfó, los ruiseñores
de Castilla vencieron, la calandria
cuya voz era tierra, barro nuestro,
son y zumo de tierra americana
de repente calló cuando los hierros
agrios del odio en su dolor de fragua
le marcaron el pecho que gemía
y segaron la luz de su garganta..
Pero la lucha prosiguió en la sombra,
una guerra de acentos y palabras,
de fugitivas voces y vocablos
con las venas sangrantes que buscaban
refugiarse en la frente o esconderse
en la nocturna claridad del alma
perdiendo expresión y contenido,
la sonora raíz, la leve gracia,
el poder bautismal y la semilla
para ser sólo la sutil fragancia
que nos sella la voz con el anillo
popular y común de la tonada:
Yo entrecierro los ojos y la escucho
venir y llegar hasta mi almohada
como un largo rumor de caracola,
como memoria de mujer descalza,
como llega la música en la brisa
si la brisa es arroyo de guitarra;
y la siento volar en la tertulia
de labio en labio, mariposa mansa,
suave cuerda que vibra, quena sorda,
o fugaz sugerencia de campana;
y la escucho en la voz que me despierta
con el mate y su luz en la mañana
cuando el sol es un padre que nos dona
el reciente verdor de la esperanza;
y la escucho en un niño que transita
por el sendero que trazó la cabra
y me grita: ¡Buen día! y me conforta
con la sonrisa de su alegre cara;
de repente la siento que rodea
mi corazón como una mano blanda
si la voz de la madre o de la esposa
se florece con íntimas palabras;
alguna noche la escuché en Rosario
en la voz de una joven que pasaba
y eso sólo bastó para que viera
amanecer los cerros del Conlara;
y otra noche la oía en Buenos Aires,
en muchedumbre de no se qué plaza,
sobre un grito vibrante que decía
titulares de prensa cuotidiana;
cómo es dulce sentirla cuando llega
desde una boca de mujer besada
con el "sí" suspirado que promete
una cálida rosa para el ansia;
y la escucho sonar entre los niños
de un pueblecito que se dice Larca
mientras mueven las manos en el juego
escolar y rural de la payana;
y la siento rezar en el velorio,
y saltar en el arco de la taba,
y volverse puñal en el insulto
y suspirar en la recién casada.
Dondequiera que esté yo la escucho
y tras ella regreso a la comarca
donde soy una piedra, una semilla,
una nube y un pájaro que canta...
 
No tenemos bandera que nos cubra
tremolando en el aire de la plaza,
ni canción que nos diga entre los pueblos
cuando suene el clarín, y la proclama
desanude las últimas cadenas
y destruya el alambre y la muralla,
pero tenemos esta luz secreta,
esta música nuestra soterrada,
este leve clamor, esta cadencia,
este cuño solar, esta venganza,
este oscuro puñal inadvertido
este perfil oral, esta campana,
este mágico son que nos describe,
esta flor en la voz: nuestra Tonada.
 
DIGO LA MAZAMORRA 
 
La Mazamorra, ¿sabes?, es el pan de los pobres,
la leche de las madres con los senos vacíos,
- yo le beso las manos al Inca Viracocha
porque inventó el Maíz y enseñó su cultivo -.
 
Sobre una artesa viene para unir la familia,
saludada por viejos, festejada por niños,
allá donde las cabras remontan el silencio
y el hambre es una nube con las alas de trigo.
 
Todo es hermoso en ella: la mazorca madura,
que desgranan en noches de viento campesino,
el mortero y la moza con trenzas sobre el hombro
que entre los granos mezcla rubores y suspiros.
 
Si la prefieres perfecta busca un cuenco de barro,
y espésala con leves ademanes prolijos
del mecedor cortado de ramas de la higuera
que en el patio da sombra, benteveos, e higos.
 
Y agrégale una pizca de Ceniza de jume,
la planta que resume los desiertos salinos,
y deja que la llama le transmita su fuerza
hasta que asuma un tinte levemente ambarino.
 
Cuando la comes sientes que el Pueblo te acompaña
a lo largo de valles, por recodos de ríos,
entre las grandes rocas, debajo de cardones
que arañan con espinas el cristal del estío.
 
El Pueblo te acompaña cada vez que la comes,
llega a tu lado, ¿sabes?, se te pone al oído
y te murmura voces que suben a tu sangre
para romper la niebla del mortal egoísmo.
 
Porque eres uno y todos, comiendo el alimento
de todos, en la fiesta del almuerzo tranquilo;
la Mazamorra dulce que es el pan de los pobres,
y leche de las madres con los senos vacíos.
 
Cuando la comes sientes que la tierra es tu madre,
más que la anciana triste que espera en el camino
tu regreso del campo, la madre de tu madre,
- su cara es una piedra trabajada por siglos -.
 
Las ciudades ignoran su gusto americano,
y muchos ya no saben su sabor argentino,
pero ella será siempre lo que fue por el Inca:
nodriza de los pueblos en el páramo andino.
 
La noche en que fusilen canciones y poetas
por haber traicionado, por haber corrompido
la música y el polen, los pájaros y el fuego,
quizás a mi me salven estos versos que digo ...
 
CANTATA AL ABUELO ALGARROBO
I
Padre y Señor del Bosque,
Abuelo de barbas vegetales,
Yo quisiera mi canto como torre
para poder alzarla en tu homenaje;
no el canto pequeño de la flauta
dulce, delgado, suave,
la de cantar la rosa y la muchacha,
sino el canto del mar; un canto grave,
con olores de vida y con el pulso
musical y viviente de la sangre.
Algarrobo natal. Abuelo mío.
Hace mil años la paloma trajo
tu menuda simiente por el aire
y la sembró donde Tú estás ahora
sosteniendo la Luz en tu ramaje
y la Sombra también cuando la noche
en larga lluvia de luceros cae.
Así naciste. Cuando tú crecías
la región era bosque impenetrable,
con oscuros guerreros que danzaban
junto a los juegos al caer la tarde,
y con nombres diaguitas en los ríos,
sobre todas las bestias y las aves,
en cada hierba, sobre cada cerro,
una tierra sin mapas ni ciudades,
donde dioses sedientos presidían
el cortejo y el rito de la sangre
que vertían pintados hechiceros
para aplacar las cóleras solares.
En tiempo aquel la arena numerosa
que festonea las playas litorales
ignoraba las máscaras de proa,
las amarras y el ancla de las naves,
sólo sabía de los pies desnudos
y de la huella digital del ave;
era cuando los ríos conducían
lentas piraguas sobre remos suaves
mas no la ambición del maderero
que asesina al futuro en el obraje
y convierte en silencio de moneda
la rumorosa fiesta de los árboles;
por ese entonces, mientras Tú crecías,
algarrobo natal, Señor y Padre,
la tierra nuestra en libertad vivía
hacia todos los rumbos cardinales,
desde el país del Ona y la Ballena
hasta el infierno vegetal del Cáncer,
desde el prado que el Ceibo ruboriza
a la región que señoreaba el Huarpe,
sin conocer ejidos ni parcelas,
ni muro torpe o codicioso alambre,
donde el hombre y la bestia convivían
estrechados por lazos fraternales,
y la Luna era Quilla y el Sol Inti,
el día joven y la noche grande.
Así creciste, un día y otro día,
hacia abajo y arriba, penetrante,
con las raíces cada vez más hondas
y la copa más alta y dominante,
en crecimiento que fue dura guerra
sostenida y ganada a cada instante
contra el viento del Sur y la sorpresa
del rayo azul y su puñal tajante,
contra el cierzo de julio que traía
los rebaños de nieve trashumantes,
contra la sed en el ardor de enero,
cuando gentes y plantas implorantes
alzan ojos y hojas a las nubes
por si las nubes sus entrañas abren
y la lluvia se vierte generosa
en licor de celestes manantiales.
Pero ya Tú eres lo que ahora miro
¡Algarrobo natal, Señor y Padre!
con estos ojos que el amor habita
y los otros secretos de la sangre:
un árbol rey, un árbol sólo, el Arbol
sin edad en el tiempo y en el aire,
a cuya sombra hace doscientos años
a favor de un designio inescrutable
se fundó mi casona solariega
sobre honrada simiente de linaje.
 
II
 
FRANCISCO ANTONIO se llamó el hidalgo
natural de La Rioja y heredero
de los varones de Castilla clara
que las tierras del indio redujeron
y alegraron de hispanas fundaciones
lo que antes fuera soledoso yermo;
hombres enjutos, con la tez morena,
valiente espada y corazón de hierro,
que llevaban el nombre de María
bordado sobre encaje y terciopelo
y el rampante león en la bandera,
pero también sobre la flor del pecho.
 
Cómo me gusta imaginar los ojos
de aquél mi casi legendario abuelo
y su larga emoción inexpresada,
o expresada tal vez por su silencio,
ante la copa de tremantes brazos
sola y enorme bajo el puro cielo,
sostenida por tronco milenario,
con su forma y color de paquidermo,
donde los años eran llagas ocres
y los siglos arrugas en el leño.
Él quedaría con los labios mudos,
tal como carta que mantiene el sello,
con los ojos en alto y en los ojos
la liviana humedad del sentimiento
cuando el alma es un arco que se estira
y sube y crece y ya no cabe dentro.
 
El construyó la casa solariega,
casi a la par del algarrobo viejo,
con la greda que nutre las raíces
y con el arte del mejor "hornero".
Casa de barro. Luminosa casa.
Antiguo hogar de mi primer abuelo.
En ti quiero cantar la artesanía
y saludar al regional ingenio
que ha poblado de casas la comarca,
casas que son como el materno suelo
levantado en hogar para refugio
del hijo fiel a su destino adverso:
La saludo en el barro original
que alienta en todo cuanto cubre el cielo
y que un día entre días nos ofrece
propicia almohada para el hondo sueño;
la saludo en la cal y su belleza
que llueve luna sobre muros nuevos;
la saludo en la vara y la cumbrera
que son la firme trabazón del techo;
la saludo en la eterna geometría
que conocen el ave y el insecto;
la saludo en la azuela y el martillo
y en el serrucho de cortar el leño;
la saludo en la arena silenciosa
y en la zaranda de metal o cuero
que la mece en vaivenes uniformes
como la madre a su guagüita tierno;
la saludo en la paja popular
que cobija en verano y en invierno
y silencia las voces de la lluvia
y es como quena cuando corre viento;
la saludo en el ángulo preciso,
en la cuchara de sonoro acento,
en la ley vertical de la plomada,
y en el fletacho de desgaste lento;
la saludo en la llave y la falleba
y en cada clavo de orinoso hierro;
la saludo en la intima burbuja
que es como el alma del nivel perfecto;
la saludo en el grillo cotidiano,
ángel oculto bajo oscuro insecto,
que deja oir su cuerda en los rincones
donde la araña desenvuelve velos;
la saludo en la lámpara bendita
que derrama su luz como consuelo;
la saludo en la rústica fragancia
de arcones hondos y de pan moreno;
la saludo en la Rueca y en el Huso;
la saludo en el agua y en el fuego.
 
Francisco Antonio se llamó el hidalgo
fundador del linaje solariego
y constructor de la ruinosa casa,
cuyo apellido es el que yo conservo
y procuro llevar tan limpiamente
como se lleva un burilado espejo
para rostro de rey o de paloma
a través del camino polvoriento...
 
III
 
Padre y Señor del Bosque.
¡Catedral de los pájaros!
Voy a decir el nombre de los seres
que visitan tu cielo entrelazado,
con la alegría de alabar amigos
y la emoción de recordar hermanos:
sea el primero la Calandria pura
que provoca la luz desde su canto,
y ama a la luz como los niños ciegos,
la cigarra estival y los lagartos;
y el Hornero vestido de estameña,
con su traje de monje franciscano
ágil maestro que enseñó a los hombres
esas artes clarísimas del barro;
y la Urpila de cuello femenino,
un si es o no es tornasolado,
donde tiene su asiento la ternura
con su gemido dulcemente cálido;
y la Urraca de ingenuo vocerio;
y la Torcaza del amor cristiano;
y la leve Chirigua mañanera
que se levanta con el sol, cantando;
y el Loro verde y la Cotorra verde
que conocen idiomas olvidados;
y el Cardenal y su orgulloso porte;
y la llaga del Pecho colorado
de quien dicen los viejos en la noche,
ante corros de niños provincianos,
que el Chingolo lo hirió con su cuchillo
allá por los tiempos del milagro;
y el Chingolo, social y comedido;
y el Run-dún, ese diamante alado,
que conduce las cartas de las flores
cuando aquellas se escriben en verano;
y el Zorzal de enlutada vestidura,
siempre de pie sobre los gajos altos,
evocando una ardiente melodía
en su pequeño corazón de piano;
y el Carpintero, de bonete grana,
que martilla tu leño centenario
cual si buscase apasionadamente
el alma oculta y vegetal del árbol;
y también la viajera Golondrina
que conduce un mensaje perfumado
con los pinos del Norte y las palmeras
y las olas del golfo mejicano;
y el Reimoro de azules albornoces,
principe azul sobre la paz del campo,
trinador excelente que domina
registros de tenor y de soprano;
y la Viudita de color de nieve,
con el borde del ala ribeteado
de severo negror, que nadie mata
pues la custodia su dolor callado;
y el Cachilote, cobarde ladronzuelo,
y sibarita de yantar holgado,
que perfora los bellos huevecitos
para beberles su interior dorado;
y el Crespín con su drama misterioso,
y su persona de fantasma trágico,
que acidula las mieles del estío
con la amargura de su largo llanto;
y el Halcón de los ojos avizores,
la pradera y el monte dominando
que es en sí mismo vibradora flecha
guerrero cruel y puntería de arco.
 
Y los otros, los pájaros nocturnos,
que nos miran con ojos afiebrados
y poseen la clave del Amauta
para leer los Quipos del presagio:
digo el Lechuzo de mirar insomne,
ante cuyo chillido destemplado
la joven madre se persigna y reza
y la amada se vuelve hacia el amado;
digo el Colcón que pone en tus ojivas
sugerencias de coro gregoriano
y también un horror de brujerías
en el silencio de su grito mágico;
y el Atajacaminos, melancólico,
que viene y va como los fuegos fatuos
y suspende el respiro en la garganta
del jinete que pasa y el caballo;
y el Alicuco, que presiente el agua,
y que suele imitar en los bañados
la traslúcida tecla de las ranas
y el cristalino clavecín del sapo;
y otro pájaro más, otro nocturno,
por nadie visto pero sí escuchado
hacia el filo y la flor de medianoche,
cuyo nombre se dice: Piscu-Yaco.
 
Algarrobo natal. Abuelo nuestro.
¡Catedral de los pájaros!
 
IV
Yo quisiera los plásticos pinceles
y la marea musical del órgano
para pintar y describir el árbol
de la manera que lo ven mis ojos,
con la exacta figura que devuelven
los callados espejos del asombro.
 
Uno camina por sendero agreste
hacia la hora en que la luz de oro
inclínase rosada hacia poniente
y el aire es como un río rumoroso
navegado de esencias campesinas
-hierbabuena cordial, poleo tónico-
con mugidos de bueyes invisibles,
claros cencerros, gallos melodiosos,
voceríos de pájaros, rumores
de rurales faenas, lento coro
de las cigarras en las copas verdes,
súbitos vuelos, piquillines rojos,
la lanceolada esgrima de las cañas
en los maizales de verdor jugoso,
y la madre-montaña que vigila
todo el país desde su azul remoto.
El sendero prosigue, serpenteando,
túnel de sombra, caracol terroso,
con la verde sonrisa de la recta
y el arbolado ensueño del recodo
hasta dar en un claro de silencio
donde nos crece la emoción de pronto,
pues delante se yergue la presencia
imperial y total del Algarrobo.
 
Ocres raíces surgen de la tierra
como animales de encrespado lomo,
sosteniendo la torre milenaria
toda construida en material leñoso.
Siete gañanes por la mano unidos,
catorce niños cuando forman corro
y se enlazan en rondas infantiles,
apenas pueden abrazar el tronco.
 
Y es su corteza como piel de saurio
cuando emerge cubierto por el lodo,
y también como el tacto de la dermis
del megaterio que murió leproso.
 
El ramaje se inserta complicado
Y se tiende en un gesto poderoso
como brazos que buscan impotentes
una cosa que asir en el contorno.
 
Viejas ramas que son como tentáculos
de oscuro pulpo; miembros musculosos
de yacente dragón o dinosaurio,
de araña enorme o encantado monstruo.
Yo podría contarlas, si quisiera,
una por una y apagar mis ojos
con la venda y el frío de la cifra,
pero prefiero contemplar gozoso.
 
Y decir que la sombra que derrama
como lluvia de paz el Algarrobo
puede cubrir una pequeña plaza,
proteger un rebaño numeroso,
cobijar una tropa de carretas,
y un regimiento con vivac y todo.
 
Y gustar la fragancia indefinible
que nos circunda totalmente como
si ella fuese una túnica fragante
que nos ciñera desde el pie a los hombros;
claro olor de las ramas sumergidas
en el mar de la luz olor del oro
entre las bayas y su miel madura,
agrio olor de sus pájaros hermosos,
divino olor de su millón de hojuelas,
olor de estrellas y de cielo solo,
dulce olor nacional de bosque nuestro,
olor del verde y su misterio umbroso,
noble olor a resina de madera,
olor de sol en la vejez del tronco...
 
Ah, yo quise los plásticos pinceles
y la marea musical del órgano
para pintar y describir el árbol
de la manera que lo ven mis ojos,
pero no tuve nada más que esto:
el verso gris y el remontado asombro.
V
Ahora canto la Dicha que derramas
¡ Algarrobo natal, Abuelo mío!
sobre la gente que a tu vera vive,
en todo tiempo, con calor o frío,
ora sea en la pausa del otoño,
ora en la fiesta del frutal estío.
 
La primera la Dicha de tu sombra,
clara limosna de perenne abrigo,
donde es grato sentarse en la mañana
o por la tarde, con el mate amigo
que serena las olas de la frente,
alimenta la flor del optimismo,
nos enseña a vivir con esperanza
y nos vuelve cordiales y tranquilos.
 
Sombra del árbol, transparente sombra,
casi impalpable como un velo fino
o la leve caricia de la nube,
o la queja que fluye en el suspiro,
algo tan puro, delicado y manso
como el sueño de un pájaro dormido
o la entraña del agua en la vertiente
y cuyo elogio me estará prohibido
mientras yo sea nada más que un hombre
y no posea un corazón de mirlo.
 
También canto la Dicha de los frutos
sabiamente enrulados y amarillos,
que por enero cuando el día extiende
su bandera solar sobre los nidos
tórnanse dulces, con dulzor silvestre
de roja miel de camuatí escondido.
Vainas de oro, pan de la pobreza,
don de los cielos, misterioso trigo,
alimento de bueyes y caballos
y golosina de los niños ricos.
 
Nombro el Patay, de granuloso gusto,
que se elabora según modod antiguo:
machacando la fruta en la conana
y traspasando por cedazo fino;
nombro la Aloja, refrescante y rubia,
que se guarda en un cántaro rojizo
a la hora más alta de la siesta
para que acendre su fragante frío;
nombro la Añapa, de beber con leche,
que engorda a la madre y al chiquillo.
 
También digo la Dicha de la leña
que es en el fuego acontecer divino
y revive la flora deslumbrante
que alegraba el jardín del Paraíso:
el fuego azul, el fuego rojo, el Fuego
que posee las llaves del Estío
y levanta a la muerta Primavera
de entre los hielos de cristal pulido.

VI
Padre y Señor del bosque.
Abuelo de barbas vegetales.
Algarrobo Natal. Torre del cielo.
Monumento y estatua del follaje.
Hijo del Sol y la Tierra unidos.
Corona real para la sien del aire.
Arbol de luz. Espejo de los siglos.
Dios vegetal de corazón fragante.
Así yo quiero terminar la Oda,
Asistido por Angeles del Canto:
Algarrobo natal, Abuelo nuestro,
¡Catedral de los Pájaros!
 
CAPITÁN DE PÁJAROS
 
Yo, Antonio Esteban Agüero, 
capitán de pájaros,
general de livianas mariposas,
estoy en Buenos Aires, 
la capital del Plata, 
para ser presidente
y organizar la Patria.
 
Detrás he dejado 
los pueblos que me siguen, 
ejército de alondras,
la división blindada de los cóndores, 
las águilas que saben del sabor de la piedra,
calandrias, 
chalchaleros, 
chiriguas mañaneras, 
los secretos lechuzos que me pasan
la información del día y de la noche.
 
Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?
Que rodean la urbe por sus cuatro costados,
sus jinetes son muertos de Facundo,
son muertos de Ramírez,
montoneros del Chacho
sableadores de Pringles, 
domadores, 
remeseros,
rastreadores,
guitarreros,
espectrales jinetes que cabalgan
mi millón de caballos.
 
Les ruego que se rindan
que depongan las armas, 
que guarden los tanques, 
y encierren los cañones,
porque mañana a mediodía
quiero estar en la Plaza de Mayo
sobre viejos balcones del Cabildo
para ser presidente y 
prestar juramento:
por los ríos de sangre derramada,
por los indios y los blancos muertos
por el sol y la luna,
por la tierra y el cielo,
por el padre Aconcagua,
y por el Mar oceánico,
y por todas las hierbas y los bosques,
y por todas las flores y los pájaros, 
y por el hambre de los niños pobres,
y la tristeza de los niños ricos,
y el dolor de las jóvenes paridas,
y la agonía de los viejos ...
Juro
Yo juro.
Hacer de este país la Patria.
Ordeno que se rindan
porque mañana a mediodía
entraré en Buenos Aires.
Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?
Nadie podrá atajarme
 
CANCIÓN PARA SALUDAR AL SOL
 
Desnudo,
con las manos en alto,
Te saludo.
Con gritos de flores,
y suspiros de hierbas,
te saludo.
Como el joven gallo
de cresta morada que presiente
tu marea en la sombra,
te saludo.
Con la voz,
con el pulso,
con el yo,
desde el nudo
de serpientes azules
y escarlatas
donde surge la sangre,
te saludo.
Como un pájaro ciego,
te saludo.
Como una cigarra moribunda,
te saludo.
Como un viejo lagarto,
y una hoja reciente,
te saludo.
Habitado de semen,
sumergido en el polen,
te saludo.
Con relincho
y susurro,
por el potro y la abeja,
te saludo.
Llovido de lagrimas,
alegre,
vencedor de la niebla,
joven,
puro,
percutiendo tambores,
te saludo.
Como el niño que corre
por túneles oscuros
horadando la noche con las
uñas,
te saludo.
Con la piel,
te saludo;
con cada cabello,
te saludo;
con las vísceras todas
te saludo.
Solitario,
desnudo,
masculino,
da pie en la colina
te saludo.
 
Antonio Esteban Agüero nació en Piedra Blanca, San Luis, (1917 -1970). Fue Maestro Normal Nacional en la Escuela Normal "Juan Pascual Pringles" de la Ciudad de San Luis. Desempeñó cargos públicos en su provincia.
"Retrato de un dama" logró el 1º Premio de Poesía y Medalla de Oro, 1947, de la Dirección General de Cultura de Córdoba, "Las cantatas del árbol" y "Romancero de niños" recibieron el 1º Premio Nacional de Literatura Regional. Sus publicaciones: "Poemas lugareños" (1937), "Romancero Aldeano" (1938), "Pastorales" (1939), "Romancero de niños" (1946), "Cantatas del árbol" (1953), "Un hombre dice a su pequeño país" (1972), "Canciones para la voz humana" (1973) y "Poemas Inéditos" (1978). 
 
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