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Botas de invierno de Gabriel Sunico

(Santa Cruz, Argentina, 1964)
 

12.09.2024 17:26 |  Noticias DiaxDia  | 

Es la Argentina del ´75. Su padre trabaja en la empresa estatal Gas del Estado, y hace política desde el sindicato. A cualquier hora del día o de la noche, recurren a su casa obreros que han sido despedidos o que necesitan ser respaldados en algún reclamo.
El niño dice:
En los días de invierno, en Pico Truncado, con mis hermanos corremos por la nieve; hacemos muñecos y todos los años por la mañana salimos a hipnotizarnos por las calles amanecidas de blanco. Aquí habitan, también, vientos embravecidos que llegan a volar la capota del Citroën; como cuando recorremos con mis padres la ruta 3, por la que bajamos hacia el sur desde la ciudad de Comodoro Rivadavia en Chubut, por la planicie perfecta hasta Truncado, ya en la provincia de Santa Cruz.
Las casas que nos rodean, generalmente de bloques grises, parecen querer achatarse como lagartijas sobre la tierra para no ser voladas por esos vientos, que producen un zumbido fantasmal a la hora de la siesta en esta solitaria aldea petrolera del desierto patagónico.
Es un niño.
Que pasa las tardes con la cabeza llena de sueños imberbes, imaginando universos concebidos bajo las leyes de la inocencia. Es la vida minimizada a juguetes y amigos, con quienes comparte el colegio y el chocolate, que las madres preparan y acompañan con grandes panes con manteca y dulce de leche.
Es un niño.
Que sale en su bicicleta a correr al medio del campo, por la meseta que lo acaricia con un cielo omnipresente. Cuando no hay nieve se divierte atrapando lagartijas, sacando piches de las madrigueras y persiguiendo algún cuis que se asoma de entre la paleta mimética del paisaje: beige, gris, amarillo, marrón y ocre.
El niño cuenta:
Aquí pasa mi infancia sin muchos peligros. La mitad del día es colegio y la otra mitad juego; con autitos y pistas de carrera que invento por toda la casa, o con soldaditos de plástico, que son muy divertidos para explotar, quemar, o volar por los aires de un hondazo. Los paro en distintas alturas en el fondo de la casa, que tiene un paredón de bloques, y los desparramo por el aire a piedrazos. Cada vez tengo más puntería.
El niño recuerda:
Es un día de invierno, un mediodía exactamente, estamos almorzando mis tres hermanos, mis padres y yo en el comedor de la humilde casa que alquilamos. Ante unos violentos golpes en la puerta del living, corro hasta la ventanita desde donde puedo observar la calle. Veo un camión verde militar del Ejército Argentino escupiendo soldaditos desde la parte trasera; soldaditos que se ubican en puestos estratégicos apuntando hacia la casa. Soldaditos que nos rodean. En este pequeño pueblo, en el que nunca hubo soldados más que de plástico, me pregunto: ¿De dónde salieron? ¿A qué están jugando? En un momento pensé en buscar mi honda, yo estoy bien parapetado detrás de la ventana. Pero me doy cuenta de que ya no tengo tiempo: un soldado que se instaló con la ametralladora del otro lado de la calle me está apuntando directamente a la cabeza. Me ganó. Miro a mis padres y con una sonrisa boba les digo: “Qué raro, afuera hay un montón de soldados, todos muy armados y vienen para acá”.
Veo a mi padre que da un salto de tigre hacia su habitación pero vuelve y se queda en el pasillo, desde allí mirándonos expectante; mi madre empalideció; mis hermanos sonríen bobos al igual que yo. Entonces mi madre abre la puerta y le dicen que buscan a mi padre. Mi padre se acerca y les pregunta que quieren. Revisar la casa y detenerlo, le contestan. Mi padre les pide una orden de allanamiento. Y un militar a los gritos le dice: “Esta es la orden” y le muestra una pistola. Yo también la vi porque estaba parado al lado de mi padre. Nos empujan hacia adentro. Mi hermano más chico comienza a llorar en el moisés, a mi madre no la dejan atenderlo. Con mis otros hermanos y mi madre quedamos contra un rincón bajo la vigilancia de otro soldadito con otra ametralladora. No me dan miedo. Otros cuantos comienzan a desordenar toda la casa, tiran todo al piso y le preguntan a mi padre si tiene armas. La única era mi honda y estaba escondida en el garaje, por suerte. Veo que de la biblioteca se llevan todos los libros en cuyo título figuran palabras relacionadas con el color rojo: Caperucita Roja, El Molino Rojo, Rojo y Negro o Carnes Rojas. No entiendo. Revuelto todo, se van custodiando a mi padre esposado dentro de en un patrullero de la policía local. Veo que sus botas de invierno dejan muchas huellas en la nieve que estaba lisita.
Tiempo después, el niño piensa:
Volvió el invierno. Veo el pueblo nevado. Salgo a la vereda aún sin huellas de pisadas y pienso: hace ya muchos meses que lo tienen preso. Y aquí estoy: esperando que salga así puedo volver a jugar con mis soldaditos de plástico.

Gabriel Súnico, (1964), nació en la ciudad patagónica de Perito Moreno, provincia de Santa Cruz, Argentina. Escritor y periodista. Vive en la ciudad de Buenos Aires, y ha sido premiado en diversos concursos de cuentos. Con varias novelas inéditas en su haber, decidió publicar comenzando por “RECUERDOS DE LA NADA”, (Ed. SonicerJ, EE.UU, 2014) como puntapié inicial en su carrera literaria.
 
 
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