Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre patria y poesía, no tratamos de buscar cuantas veces aparece la palabra patria sino más bien cómo aparece sin nombrarla, sin apelar a los usos desgastados, las lozas de sepulcro, las formas remanidas, los rituales, los mitos y falsificaciones, las respuestas vociferantes. Nos damos cuenta de que no hay cómo decirla, no se puede encasillar, catalogar, explicar con certeza. Se mantiene incólume en el terreno de la ambigüedad, a veces irreconocible. Por ello la poesía, territorio en que siempre se nos escapa el sentido, puede nombrarla con metáforas o aludirla sin nombrarla.
En un poema que se llama “Oda escrita en 1966”, Borges comienza afirmando “Nadie es la Patria” y en uno de sus versos dice: “Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas y de éxodos”.
Ese “nadie” se sostiene en la prevención e intensidad de un lenguaje que habla de una experiencia existencial sin búsqueda de respuestas acerca de una verdad que otros discursos señalan como cierta (discursos escolares, políticos, jurídicos donde suele florecer el nacionalismo) y que, sin embargo, parece estar siempre entre brumas.
Julio Cortazar dirá “te quiero país, pañuelo sucio, con tus calles/ cubiertas de carteles peronistas, te quiero/ sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho/nada más que de lejos, y amargado, y de noche”Imágenes construidas en la invocación de una tierra y su aura donde bio y grafía construyen un relato, una memoria dolida, tal vez un sueño para dormirse adentro. La patria en poesía, aunque sea la fuente de una idea o el origen de un poema, no es sostén externo sino un modo de habitar la lengua materna hasta el límite de poder nombrar, de traer a primer plano lo que nos marca , “este natal país de nadie nadie” diría Girondo reforzando a Borges.
Y nombro estos “padres literarios” ( casi casi que también sumo a Arlt) quienes fuera de toda máscara de ilusión realista o engañoso referente, desbordaron de pura forma contenidos que pueden repetirse sin nombrar de igual manera aquello que pertenece tanto al mundo real como al de lo simbólico. Porque hablaron de patria desde la poesía y en contra de ella. Nombrándola en minúscula, lejos de toda grandilocuencia, e hicieron del nombre propio un sustantivo común que evita el mausoleo e invita a reconocerse en las palabras que constituyen nuestra marca de identidad. Por ello lenguaje poético constituye la más profunda de las formas para nombrarla y nombrarnos, aún en sus más íntimos secretos apelando al ritmo, al compás adecuado, a la música que nos atraviesa.
La palabra de la poesía es en sí misma una patria como lo son una tierra, una casa, una habitación. Es decir, un modo de estar en un lugar, modelo de nuestras relaciones con los otros y con nosotros mismos. Porque los poetas escuchan la voz social y saben que sus posibilidades abren sendas infinitas que ningún lenguaje agota y a la vez dicen mucho más de una entidad a la que se pertenece por sangre, por ancestros, por origen, por habitar una tierra delimitada por fronteras.
Digo muchas veces que al hablar de patria, hay que pensar también en hablar “matria” si vamos a evocarla desde la lengua madre, desde una identidad femenina, desde la tierra, desde el deseo o la palabra de nuestras grandes poetas que hablan de ella en lo íntimo sin nombrarla explícitamente, como no se dice el nombre de un pueblo o de una emoción, como no tienen nombre los años o el tiempo, una escena, una experiencia intraducible o misteriosa.
Se puede hablar de la patria sin decir patria. Diciendo sólo el lugar que nos pertenece y al que pertenecemos, como lo hace hermosamente Juana Bignozzi evocando las flores azules bajo la lluvia en la vereda de alguna ciudad, algún pueblo, alguna tierra, alguna patria:
“en otra vida yo miraba desde la ventana de un bar
cómo la tormenta aplastaba las flores azules contra los cordones
contra las paredes
y por ese momento único de la juventud que dura muy poco
supe que nunca olvidaría esa escena en que nada aparecía
de lo que amaba me interesaba o temía
ni novios ni odios ni otros poetas ni revistas de opinión ni
secretarios de barrio ni amigos imbuidos de una colonizada cultura pavesiana
sólo las flores azules y la lluvia
recuerdo el nombre del pueblo la hora y esa lluvia
que nunca en las décadas que siguieron confundí con alguna otra”