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Underground. Por Claudia Ainchil

14.09.2025 13:28 |  Noticias DiaxDia  | 

En “los jueves de no compra” su madre no compró.
Esa extraña sensación de congelamiento sorpresivo había surgido de repente con una fuerza inusitada. Los plátanos en las veredas eran parte de la fisonomía. Esas pelusas con su inconfundible polvillo sobrevolaban el aire provocando en algunos un estornudo tras otro, rostros hinchados, picazón en la garganta. Existen rumores acerca de quien trajo esas especies a la Argentina, pero como solo son rumores la información se queda ahí.
Entre 1910 y 1930, el Concejo Deliberante plantó un montón de árboles en las calles, lo interesante es que los vecinos colaboraron, ese es un dato a tener en cuenta. Simultáneamente las autoridades le pidieron al gobierno de la provincia 1000 árboles, así fue como paraísos, plátanos, tipas y acacias pasaron a formar parte del paisaje.
Morón y otras zonas del conurbano se llenaron de repente de mujeres con bolsas vacías. Muchas veces diseñadas por ellas mismas, bastaba sentarse frente a la Singer para confeccionarlas bien resistentes con botones, doble fuelle, telas a veces impermeables, otras con arpilleras o macramé. Y quienes no sabían coser se ocupaban de encargar varias a quienes si sabían hacerlo, y de paso hacían la propaganda en los otros barrios. “Costureras realizan su bolsa”, se veía en los carteles pegados en los troncos de los árboles. Se formaban así grandes clubes de trueque doméstico. Había un intercambio de productos que se reconvertían. Era una competencia entre la producción casera y esas bolsas de plástico que a partir de 1970 empezaron a masificarse en el mundo entero, menos en su casa. Su madre detestaba la producción en serie, le daba cosita el olor que despedían esas bolsas al abrirlas, cuando se topaba con alguna y la tomaba entre las manos las encontraba como pegadas, y el solo hecho de imaginar los miles de años para su degradación la hacían enojar. No todos estaban contentos con la existencia de estas bolsas descartables que podían perjudicar el medio ambiente. La conciencia social y la educación ambiental a partir de ese momento se convirtieron en los ejes a tener en cuenta por varias amas de casa. En su casa por momentos parecía primar la prehistoria, la cabeza del hogar hacia un culto a las bolsas caseras como antes lo fueron rudimentarias y hechas de pieles de animales.
Su madre se adhirió a la rebeldía femenina. Bastaba verla contenta como cuando era adolescente y se juntaba todos los sábados con su grupo de amigas frente al cine de barrio, eso siempre recordaba y se lo contaba a quien quisiera escucharla. Se divertían con las funciones continuadas, una película tras otra, junto a los pochoclos, el infaltable maní con chocolate y los chismes que terminaban en carcajadas o en una especie de melancolía.
Ella no olvidaba "El último payador" película de 1950, sobre la vida del payador José Bettinotti, escrita y dirigida por Homero Manzi y protagonizada por Hugo del Carril. Canturreaba mientras limpiaba la canción de Bettinotti "¡Pobre mi madre querida,/ qué de disgustos le daba!/ ¡Cuántas veces, escondida,/ llorando lo más sentida,/ en un rincón la encontraba!”
Alberto Castillo, María Concepción César y Pepe Marrone eran La barra de la esquina, el cantor conocido que vuelve a su tierra y se reencuentra con los amigos.
Y Pelota de trapo dirigida por Leopoldo Torres Ríos, protagonizada por Armando Bó y Andres Poggio, eran algunas de las películas continuadas que disfrutaba como ahora, con “los jueves de no compra”. Ese día era su día especial. Ella también lo esperaba para verla renacer, últimamente tenia que hacer grandes esfuerzos para que la familia no se derrumbara. Lograba crear varias comidas por arte de magia, lo que sobraba se transformaba en otra exquisitez y así sucesivamente, una carbonada pasaba a ser unos buñuelos y más tarde un guiso. Cuando se sentaban a comer el disfrute se convertía en los manjares frente a sus ojos.
Es en la década del 70 donde apareció el changuito plegable, “mira mi último modelo”- decía su madre mientras se mostraba frente a quien osaba criticárselo, una versión del carro de supermercado que en 1937 inventó Sylvan Goldman, dueño de una cadena de supermercados en Oklahoma, Estados Unidos. Pero ahora se trataba de una bolsa de tela como si fuera de plástico duro pero con ruedas. Las amas de casa no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Era el compañero inseparable en el mercado, en la calle, hasta en las oficinas, porque en ese reducido espacio llevaba todo el peso sin chistar.
Podían comprar los días que quisieran, menos los jueves. Era evidente que dentro de los hogares argentinos algo sucedía. En un mundo masculino irrumpían sus voces. Esas voces que durante siglos no habían sido tenidas en cuenta. Sino más bien discriminadas. Quedaron boquiabiertos los dueños de los comercios cuando esto sucedió, no era época para estar perdiendo plata con pocos clientes. Distinto pensaban las amigas del barrio que aprovechaban el ir con las bolsas vacías para observar y analizar sin tener que estar corriendo tras los precios que subían de un momento a otro por esa maldita inflación. A ellas les gustaba desafiar el orden imperante.
Y se percibió cuando protestaron entre junio y diciembre de 1982. Muchas amas de casa marcharon hacia Plaza de Mayo, hacia esa Casa Rosada cuyas teorías dicen que Sarmiento se decidió por este color como una forma de unir el blanco de los unitarios y el rojo de los federales, explicación extraña porque los colores de esos partidos eran celeste y rojo. Otra teoría entre las diversas opiniones es que se pintó así por ser la mezcla de cal con sangre bovina, no hay que olvidar que en el siglo XIX se protegía a los edificios de la humedad con estos métodos.
Muchas amas de casa marcharon hacia Plaza de Mayo. Según los diarios de la época y los libros de historia ellas en sus carteles pedían por “Pan y trabajo”, “que bajen los impuestos”, “aumento de sueldos”, “el hambre ya no se soporta”, “los niños de las villas ya no comen carne”, “No podemos comprar pan y leche”.
Eran tiempos convulsionados donde los alimentos escaseaban en gran parte de todas las mesas.
Cuando puso por primera vez sus pies en el Palacio legislativo sintió frio. Tenía 19 años, un corte de pelo que horrorizaba a varios, su peluquero había llegado de Estados Unidos con la tendencia que estaba haciendo furor allá hace un largo tiempo.
Recién había vuelto la democracia al país luego de terribles años oscuros de desapariciones, muertes y el silencio perpetrado como símbolo del terror. Era difícil dejar la sensación de opresión, estaba como pegada a la piel, tantos años con el no te metas de la gente y con una economía ahorcando. De repente se acordó de una propaganda televisiva de la dictadura donde machacaban que lo importado era mejor que lo nuestro, y así la industria nacional desaparecía. Desapariciones. Y volvió a las manifestaciones de las mujeres, por ejemplo en Mendoza donde repartían versos: “Un puchero para tres/ se hacía con ocho sesenta/ de harina para polenta/ daban un kilo por diez/La pieza de pan francés/ veinte centavos costaba/ y en la cena no faltaba/ un pollo de tanto en tanto/ y hoy nadie sabe cuanto/ costará comer mañana./ Y hay que hacer cada semana/ lo menos tres viernes santos./ Con mil pesos del mercado/ venía una canasta llena/ de carne y verdura buena/ y sobraba para vermut/ y ahora cuesta un caracú/ la fortuna de Anchorena”( Los Andes, 10 de setiembre de 1982; El Litoral, 9 de setiembre de 1982)
Nunca le gustó el imperialismo, pero como iba contra la corriente hizo que le cortara sus rulos largos sin arrepentirse. Los vio caer en cámara rápida sobre el parquet brilloso del local y los ojos se le iluminaron cuando la maquinita corta pelo, ligera y silenciosa, vibraba en su cabeza. Pensó dos veces si se pelaba a cero, bien al ras, no le importaba tener una melena leona, todo lo contrario. De repente, antes que el aparato terminara, un mechón largo, negro y rizado quedó expuesto. En menos de media hora era Punk. Una especie de colonialismo de exportación.
Cuando salió a la calle algunas gotas comenzaron a mojarle el cuero cabelludo sin la protección de antes. Una especie de arrepentimiento de unos segundos la embargó como un torrencial e invisible diluvio. Dos pasaron a su lado y le gritaron loca. No todo el mundo hace lo que se le viene en ganas- pensó, mientras imaginaba la cara de sus padres al verla tan distinta. También se le cruzó por la cabeza el colegio de monjas en Caballito y en Ramos Mejía donde cursó sus estudios. La Madre Superiora la hubiera mandado a su casa de vuelta porque era un sacrilegio andar así, con las orejas bien al aire libre, y el cura de la Iglesia la mandaría a rezar mil Padrenuestros luego de hacer una identificación seña por seña.
Un domingo a sus 15 años luego de confesarse haciendo mea culpa por no haber ido a misa el domingo anterior el cura le preguntó el nombre del colegio al que iba y al descubrir que daba catequesis en ese colegio anotó su nombre y apellido. Fue tan abrupta la decisión de ese hombre, tan que no se lo esperaba que el miedo la hizo salir corriendo de la iglesia como una villana de telenovela a la que no le renuevan el contrato en la tele. El juez con su dedo acusador. El no entender lo que estaba sucediendo y trastabillar en la larga escalinata hasta desembocar en el cordón de la vereda gracias a una señora que viendo la estampida puso sus piernas como contención para evitar la caída en plena avenida Juan Bautista Alberdi.
Era domingo, las líneas del sol perseguían parte de su cabellera negra. Un pelo lacio sin tinturas. Ya en el suelo se paró rápidamente, no vayan a pensar que era una flojita y cruzó la avenida muy campante entre varios que intentaron ayudarla, mientras el dolor le atravesaba las piernas y la muñeca derecha. Cuando llegó a su casa se recostó en silencio y cuando su madre la llamó para almorzar le costó levantarse y las lágrimas humedecieron su almohada. No se animaba a decirle que el cura la había amenazado con develar su secreto de confesión. Una y otra vez volvía a repetir la escena en su cabeza, viéndolo anotar su nombre y apellido.
Son las réplicas de las esculturas de Lola Mora volviendo a su lugar original luego de casi cien años. Es la primera imagen. En el Palacio sintió frio. Era su primer día de trabajo. Cuando ingresó por la avenida Rivadavia a pesar de mostrar la credencial los hombres de seguridad le impidieron el paso. No estaban acostumbrados a ver a una mujer con ropa de cuero negro, pelo al ras y un mechón como diciendo los parámetros establecidos están en decadencia.
Todos los días durante meses tuvo que mostrar su documento y salir temprano de su casa porque antes de fichar la observaban, se fijaban en su credencial, en su documento como a un sapo de otro pozo. Otra vez los jueces. Era mayo. Eran pocos meses del retorno a la democracia.
El destello del amanecer se iba metiendo lentamente en la habitación, a gramos pequeños. La planta baja de un edificio antiguo y señorial en el centro de la ciudad no permitía grandes ademanes de luz, sino todo lo contrario.
La habitación, una especie de tornado con papeles y Olivetti, con Cortázar y su infalible método de esa casa tomada y no otra, con Joyce y el Ulises desbaratando las líneas estáticas hasta poner todo patas para arriba. Luego vendría Orozco y sus talismanes. Una casa con poca luz. La lampara eléctrica encendida durante toda la noche. No le gustaba la oscuridad. Ni el pasillo largo. Le daba miedo.
Sonaba el despertador a las 6 de la mañana, y luego de una ducha rápida y el café a las apuradas iba rápidamente a esperar el 60 en la parada de colectivos que estaba a media cuadra de su casa. Solo le llevaba 10 minutos llegar, y en ese trayecto, si tenía suerte y se sentaba, se podía poner a dormitar en medio del ruido.
Habría que hacer un licuado de información- pensaba- y ver que sale de ese mamotreto en el que se está inmerso todos los días. Ve colores y se pregunta si será cierto el peso que inclina la balanza hacia la claridad u oscuridad. Tal vez es parte de las casualidades como por ejemplo nacer en un país y no en otro. Igual hay quienes dicen que no existen las casualidades.
Argentina. Él cuando era pequeña siempre al pasar en colectivo por un edificio gigante semejante a un Palacio decía, ¿Qué es esto? Y ella un poco se enojaba- que pesado, siempre pregunta lo mismo. Él se ponía orgulloso. Un color azul en ese instante lo iluminaba. Era un palacio, así solían llamarlo, donde se cocinaban las leyes.
En los últimos años Buenos Aires se transformó en una especie de invernadero tropical. Es cuestión de acercarse a las mejillas ajenas y sentir en carne propia ese vaho. Dos años de pandemia y se olvidó esa sensación porque nadie pudo abrazarse ni tocarse y mucho menos darse un beso en la mejilla. Eso caló hondo. A pesar que el uso del barbijo dejó de ser obligatorio muy pero muy dentro saltan los pro y contra del contacto, y si el que está al lado estornuda o tose es el acabose. De los dos metros de distancia, el alcohol como salvaguarda, a la incertidumbre de una tercera guerra mundial de la que hablan desde hace años.
Él era bueno, quizás demasiado. Rostro campechano, hombros fuertes con apariencia robusta. Los ojos pardos se mimetizaban con el tiempo y también con su estado de ánimo. Eran los catalizadores. Se metía dentro de ellos con el simple movimiento del alma, solo bastaba un chasquido para saber si iba a llover aguaceros o no. Cuando ella se enojaba le decía Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia, ahí surgía Lino Palacio, creado en el año 1938. Lo peleaba, él era ese niño bonachón, quien aun siendo un hombre grande conservaba la inocencia de la infancia.
En mayo la resolución de su nombramiento era del 1, o sea el día del trabajador empezó a ser trabajadora en ese espacio que su padre le mostraba con orgullo desde arriba del colectivo. Las Avenidas Rivadavia y Entre Ríos, las calles Combate de Los Pozos e Hipólito Yrigoyen, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires eran el límite y en el medio sus 12.079,60 metros cuadrados.
Gigantes y monstruos ocupaban la escena a manera de escenografía brillante. Resaltaban la plaza Dos Congresos, las palomas, cada Mensaje presidencial a la Asamblea Legislativa cuando se inauguraban las Sesiones Ordinarias.
Cierto día un jefe la mandó a llamar a su despacho y le informó: “Esta es una casa política, y muchas veces poco importa si estudias o te deslomas trabajando”. Lluvia de chanes, meteoritos y demás objetos. Poco importa, dijo.
Igual ella seguía trabajando con la misma intensidad como el primer día en el que atravesó los largos corredores en ese edificio antiguo o cuando subía por la escalera en el edificio vidriado, piso tras piso, o cuando iba a contemplar los vitrales en el Salón de los Pasos Perdidos, el Salón de Honor, el Salón de las Provincias, el Recinto de la Cámara de Diputados.
Cuando los veía se remontaba al año 1906. Como en los universos paralelos donde se abraza el ayer con el hoy y el mañana. La luz natural lograba colarse a través de sus vidrios coloridos creando imágenes alegóricas. El ambiente externo convierte orillas en fragmentos de aire e inventa su propia luz. La voz de su luz. Calidez y brillo en este arte que ampara, seduce, invita a ser parte de ese ambiente palaciego, no como espectadores sino como protagonistas.
Un recorrido por los distintos vitrales guía, las épocas fluyen y se reflejan. Cada uno de los colores va mostrándose sin quietud, son frases de la historia que resucitan esencias contenidas a través del paso de los años. Lo acontecido impregna sueños. Un encuentro con la luz que arremolina sensaciones. La restauración y conservación de los vitrales del Palacio Legislativo alberga un impacto especial en aquel que se sitúa ante la nitidez de su profundidad. No sorprende quedar noqueado ante la magnitud de belleza que transmiten.
Varias veces se preguntó si era cobarde, si tener el sueldo fijo a fin de mes no le opacaba todo lo que quería ser. En un país tan proclive a los precios disparándose por las nubes, con los miedos agarrados con sopapa, con imágenes en su retina de corridas, de varios presidentes en un día, de gente golpeando las cacerolas, de muertes, de inflación. En un país golpeado, exhausto donde el sálvese quien puede se mete dentro del imaginario popular como una biblia.
Y de repente charlando en un supermercado con un conocido se habla del país como de una receta mágica. Ahí aparecen los padrinos…Quien no lo tiene pasa a ser un simple paria. “Si lo tenes, dormís tranquilo. Si no lo tenes, agarrate bien fuerte porque los temporales son difíciles de sobrellevar”. En medio de los sucesivos despliegues aparecen aquellos que le dicen al “desvalido”, el que no goza de un padrino, quédate tranquilo que lo tuyo va viento en popa. Pobre iluso o ilusa, escucha estas palabras y se duerme en los laureles creyendo que así va a ser. Entra en un grato estado de somnolencia. Acto seguido pasan los días, y al no recibir noticias empieza a insistir con llamados telefónicos que nunca son atendidos.
Es ahí donde emergen, en la calesita mundo, sapos de todos los tamaños y colores. Rugosos. Estos animales abren tanto los ojos que si uno los observa bien pareciera que hasta les cuesta creer el porqué de los movimientos humanos. Esas rarezas de subsistencia. Tantos colmillos como trofeos mezclados en el reloj de arena.
Su padre un día se fue a otro mundo. No le avisó que pensaba pasar al más allá. Se festejaba el día del amigo, el sol inundaba las calles porteñas y él se había ido. La cúpula del Palacio con sus ochenta metros de altura igual seguía teniendo ese color verde. Cuando paseaba por Avenida de Mayo a lo lejos la veía, su color resaltaba y una extraña emoción, sus recuerdos de infancia con él mostrándole ese edificio histórico. También sentía emoción cuando ocurrían hechos como la ley del Acceso a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), al escuchar discursos en el recinto o leer los Trámites Parlamentarios para conocer los textos de los proyectos. Siempre encontraba temas que le interesaban. Ahí el cobre se tornaba mas verde hasta resplandecer.
Eran las ocho de la mañana, ya habían pasado muchos años desde que puso por primera vez sus pies en el Palacio y sintió frio. Contemplaba desde el primer piso vidriado la intersección de Riobamba y Rivadavia. Con el mate en la mano se puso a contemplar el movimiento de una ciudad recién despierta. El reflejo del vidrio con un plasma activado a medias, “ayer nomas” sonando en su interior.
Mientras afuera la neblina va desapareciendo y el sol asoma tenue, dos cámaras la están enfocando, siguen sus movimientos. Ella sonríe.
Las reproducciones de las esculturas de Lola Mora de siete mil kilos, como las originales que se encuentran en Jujuy, son imágenes intermitentes. La atrapante miniserie con 5 episodios muy pronto se verá en la plataforma de streaming N* 1. Su miniserie.
El pelo ahora esta libre como cuando decidió rapárselo en esa juventud lejana. Muchas veces se pregunta si el agua que aparece en sus líneas la fue mojando desde el principio, como humedeciéndola dentro de esa jauría exterior. Si las bolsas hechas por su madre que tiene guardadas dentro del placard, como esas reliquias que atesoran esa existencia que ya no está, la estuvieran protegiendo. La niña sentada a los pies de la cama tomándole la mano en ese conurbano siempre presente aunque viva en la gran ciudad.
La niña en bicicleta a toda velocidad.

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