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Llegando a mí. Por Camila Súnico Ainchil

16.11.2025 18:58 |  Noticias DiaxDia  | 

Nunca pensé que un avión podía cambiarme la vida. Lo veía como un límite, un borde, una puerta que otras personas cruzaban sin pensarlo demasiado. Para mí era distinto: era miedo, era anticipación, era esa angustia bajita que te acompaña cuando sabés que algo te va a sacar de tu eje. Y sin embargo, ahí estaba, con el boarding en la mano, sintiendo que cada paso hacia la manga era también un paso hacia una versión de mí que todavía no conocía.

Me acuerdo de la primera sensación cuando me senté en el asiento. No era comodidad, no era entusiasmo. Era un miedo primitivo, puro, ese que te agarra en el pecho y te aprieta un poco más con cada movimiento. Y al mismo tiempo una voz interna que decía: ya estás acá, quedate, no te escapes. Sentía que si me paraba y me bajaba iba a volver a la misma vida de siempre, a esa en la que las decisiones me guiaban a mí en vez de yo guiarlas a ellas.

Y entonces empezó a moverse.
Primero lento, casi tímido. Y después rápido. Muy rápido. Ese momento en el que el avión acelera es un portal: sentí que la panza me explotaba hacia atrás, como si mi alma se hubiese quedado un segundo suspendida mientras mi cuerpo seguía. Una sensación rarísima, una mezcla entre vértigo y sorpresa, como si me estuvieran estirando la vida para que entrara una nueva forma de existir.

Cuando despegó, me di cuenta de algo: yo no estaba escapando de nada. Estaba llegando a mí.

Los pozos de aire… eso fue otra cosa. Ese pequeño vacío en el estómago, esa caída que no es caída, ese microsegundo en el que pensás “¿y si…?”. Mi miedo gritó. Pero atrás de ese grito había otra emoción que nunca había sentido tan fuerte: la certeza de que podía atravesarlo. Me temblaban las manos, sí. Pero no me quebré. Ahí entendí que el miedo no desaparece, pero uno igual sigue. Me aferré al asiento, respiré como pude, y me escuché pensar: mirá dónde estás, mirá lo que estás logrando.

En un momento levanté la vista y vi las nubes. Las vi desde arriba. Como si toda mi vida hubiera estado del lado equivocado del cielo. Ahí me largué a llorar un poco, en silencio, sin hacer ruido, sin que nadie se diera cuenta. Porque ese paisaje no era solo lindo: era una prueba. Era la evidencia de que yo puedo. Que yo puedo con mis miedos, con mi historia, con mis fantasmas, con todo.

Y algo me cambió, literal. No en sentido metafórico, no en esos discursos lindos que se leen por ahí. No: me cambió físicamente. Mi pecho se aflojó. Mi mente se abrió. Sentí una libertad rara, una liviandad que no conocía. Como si haber despegado hubiese pesado más que todos los años acumulados de miedo. Fue una barrera que se rompió en vivo. En tiempo real. Como si me hubieran partido al medio y hubiera salido la parte que estaba dormida.

Ese día no volví igual.
Subí siendo una, bajé siendo otra.

Había algo nuevo en mí: una valentía que no sabía que tenía, un orgullo suave pero firme, una emoción que se te instala en la garganta cuando entendés que diste un paso enorme. Yo, la que tenía miedo de volar. Yo, la que anticipaba catástrofes. Yo, que pensé que me iba a paralizar.

Terminé arriba de las nubes, viendo el mundo desde un ángulo que nunca imaginé, y sintiendo que todo lo que viene ahora ya no me encuentra chiquita. Me encuentra despierta, movida, con esa fuerza interna que aparece solo cuando atravesaste algo grande.

Ese viaje fue mi logro más íntimo.
Un romper barreras.
Un abrazo a mi versión que temblaba.
El comienzo de una vida en la que, por primera vez, siento que me estoy animando de verdad.
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