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Poemas de Juan Meneguín (Entre Ríos)
08.12.2014 17:08 |
de ... Poemas |
ALGUNA VEZ AQUÍ SALTABAN LOS SALMONES
Alguna vez aquí saltaban los salmones,
la luz rosada en los perfiles de plata
y aquellos viejos que todavía no eran viejos
sostenían las brazoladas en dedos como azadas,
el algodón curado con tanino,
los anzuelos afilados a mano,
el olor de un río de crecidas mansas.
Aquí saltan, alguna vez, los salmones.
Y lapachos recién florecidos hubiese,
de campanillas que caían lilas al agua
o también rosadas para transparencia de la corriente
y sus remansos secretos
que conocieran de cormoranes
y sólo algunos pescadores baqueanos
en noches de fogones pesqueros y cuentos de fogones.
Sin embargo aquí alguna vez pasaron sirisís en escuadrillas
bajo un Venus de Equinoccio,
y las estrellas esa noche fueron incandescentes
antes de las últimas lluvias de Santa Rosa.
El olor a carbón atardecido de las locomotoras,
hinojos frescos en calles sin neón iluminadas
para que las Magallánicas Nubes vinieran hasta la mirada
y hacia todos los cuadrantes era otro el cielo
que señalara las huellas, el paso sin pavimento.
Alguna vez habré de mirar aquellas bandadas
luminosas otra vez, bajo la Vía Láctea.
CON LI PO EN EL PUERTO DE CONCORDIA
uno
Abrí los ojos a la noche con luciérnagas.
Abrí los bronquios a la última lluvia de leónidas
bajo el rocío, y el trópico que madura en el jardín.
El cielo huele como sólo aquí puede oler.
Huele como un mundo recién nacido, como
esta mujer que acaba de bañarse y sale a la noche,
y trae flores en su vestido nuevo.
dos
Que no estalle del jazmín tanto perfume al rocío.
Que no me traigas esas naranjas que al cortarlas
el aire se volverá sol puro, fundido.
Otra calandria cantaría en un renacido fresno;
acordándome vagamente
buscaría algo en el fondo de los bolsillos:
un lápiz acabándose, unas monedas,
cuarto poema en un papel ajado.
tres
Y otra vez el sueño de un antiguo aeroplano
en una mañana con praderas al silencio
y suaves ondulaciones de aire. Es esta luz,
otra vez limpia en el follaje.
Es esta luz de ambarinas claridades en el río,
a donde regresan, como todas las tardes, los cormoranes.
cuatro
Diadema en el cielo, aguamarina de nubes
y odalisca;
y carburantes encendidos y abajo crecimientos
y al fin caída
de espaldas, lentísima en mareas de lino,
algas de superficie y luz de creciente luna,
algas púbicas,
yodo y salitre para la combustión de los cuerpos.
cinco
Tuve esas piernas, apenas zambullidas
en este arroyito, aguas dulces vegetales.
Fueron mías esas piernas
y esa piel erizada en el frescor.
Y hasta los dedos del sol en la espalda y en los hombros,
bajando hasta enfriarse en los muslos sumergidos.
¿Quién puede olvidar
el olor del monte que llegaba hasta aquí?
Olías como el monte, como sólo el monte puede oler
si lo atraviesa un arroyo a la siesta.
Olías a lantana o a malva. Olías a verano
y toda el agua transcurría entre tus piernas,
y todo el verano transcurría entre tus piernas
erizadas cuando te alimentaba el deseo,
y con migas de pan
la intranquilidad de las mojarras.
seis
Estás sentada en la misma piedra de otros veranos.
El río pasa entre tus piernas. El viento
vuelve hasta tu pelo y tu cuello.
Esta noche habrá plenilunio y descansará el viento,
el gran viento de otros mundos, errante,
siempre girando tibiamente en estas piedras.
Moverás lentamente las piernas en un remanso
a donde llegan a esta hora las mojarras.
Los últimos biguás vuelan hacia el norte.
Apenas mueves las piernas y miras el horizonte,
estás respirando todo el horizonte
y en tus ojos el río cambia de color,
del acero al bronce el río pasa a través de tus ojos.
Y entonces, sale la luna.
siete
Este vino no es el que bebías, Li Po.
En las piedras golpea como entonces el viejo río
y un biguá solitario nada cerca del muelle.
Las cañas de pescar cortan el aire, zumban
las brazoladas y caen con un golpe de aguas profundas.
Indiferente a los pescadores, el cormorán de río
se zambulle y nada.
La brisa avanza gris desde el sur. Este vino
no es el que bebías, querido Li Po.
Pero bebamos e invitemos al río a beber con nosotros
porque ha llegado la luna
erizando apenitas el agua,
y hace como mil años que el biguá se ha marchado.
CUANDO MI PADRE COMÍA FLORES
La visita del alma fue entre dos pinos,
rendidos de tormentas y calandrias...
Yo supe colgar allí un pizarrón
donde escribía haikus al modo de Matsuo Basho
pero el rocío de las noches insistía en desteñirlos
o corregirlos, que es casi lo mismo,
y la noche en que madre olvidó descolgar el pizarrón
llovió más que nunca esa noche;
el mejor de los versos se perdió entre las agujas de los árboles
y a la mañana padre miraba con sonrisa en sus ojos
y le daba al martillo enderazando fierros
que después serían antenas de TV o cabreadas.
Pero eso fue antes de que empezara a comer flores.
Para cuando empezó a comer flores
elegía la más sabrosa de los gladiolos,
y como quien no quiere al pasar robaba un pétalo;
las rosas, decía, son todo un bocatto di cardinale,
aunque las preferidas eran las más humildes,
el jazmín del cielo, la flor del trébol.
Eso fue antes del cáncer y los intestinos revueltos
cuando se complacía en cambiar,
desterrar o regalar los mejores helechos
creando odios interminables entre suegras y nueras
a causa de un culantrillo y algunas margaritas
comidas como lechuga en ensalada.
Ahora me visita, con una blusa azul de ferroviario del ’50,
con su gastado pantalón de sarga y una varita de hinojo en la mano.
Se sienta en el viejo banco bajo los pinos,
se rasca la cabeza y me pregunta qué,
el Chicho me pregunta con el gesto qué hice con la vida:
no la dejes a tu madre, me dice,
acordate de cambiarle el aceite a la cupé.
Distraídamente deja caer una mano de costado
arranca una florcita blanca y la mira atento,
estudia la corola cuatro pétalos el estambre rubio,
y la lleva a su boca, la mastica despacito.
En sus ojos pasan las nubes que pasan,
brillan como relojes andando para atrás.
El alma de mi padre sonríe por algo que no entiendo.
Todavía no entiendo. Sólo lo veo a él,
comiendo flores como en sus mejores días.
PUENTES DE ALMA CALADA
Busco algunos puentes que ya no existen,
de piedra y de madera, puentes de fierro.
Grandes naves quietas en la espesura de los montes
mientras abajo corren las aguas frías.
Busco algunos caminos que los años perdieron en mapas amarillentos.
Caminos sepultados por las arenas y luego por los pastizales
a donde volverían cérvidos de altas cornamentas.
En sueños veo aquellos arenales
surcados por arroyos de aguas claras y verdes
y remolinos de peces en los remolinos.
Verano 1971
Veo puentes de hierro ferrocarrilero sobre un monte en brumas.
Veo la noche en aquellos puentes atravesados por el claro de luna.
Veo un puente rojo que una tormenta de tarariras y sarandices
descalzó una noche y cayó finalmente
descabezando un camino que nadie usaba ya
porque era un camino sin cereales y sin camiones.
Los pilares hundidos en las arenas, los arbotantes
enterrados en una espesura de campanillas y enredaderas sin nombre.
Pero veo también un puente de madera, un puente hermosamente vacío
y colgado del cielo por obenques de repollitos de agua
y abajo y adentro un agua con sabor a cedrón y carqueja.
un agua de berros y culantrillos entre las piedras,
cuando de solera y capelina, una recién casada
sale del frío de lo verde y ríe con algodón mojado transparente
que copia la levitación de sus pechos,
y entre las vigas de quebracho de un puente de madera
alguna vez tuve doce años, y con un mediomundo
me sumergí en la sombra de un remolino
habitado por sabalitos y chanchitas, dientudos y mojarras,
ardiendo por culpa del verano y el sol de las primeras eróticas.
Invierno 1941
Puentes de alma calada, rendidos ante una tormenta subfluvial,
una noche en que desaparecía un ejército de zapadores
bajo las olas turbias de las grandes crecientes,
ahogados soldaditos por el peso de los fusiles, mochilas, campamentos,
mientras arriba cruzaba el último carguero,
ciego entre relámpagos, hipoacúsico en el espanto,
como un redoble de tambores en doble fila sobre los rieles,
la síncopa de sus pistones empujando un cronómetro lejano.
¿Dónde quedan esas imágenes? ¿Quién
registró la lenta historia de aquellos puentes entrerrianos?
¿En qué oficinas con fantasmas siguen muriendo
reglas de cálculo y medidas inglesas
para aquellas ingenierías sin sistema métrico decimal
en cuyas crónicas de planos cruzaban los convoyes de áridos?
Sobre ondas de trigales, bajo el viento y la llovizna
pasaban las últimas locomotoras
y entraban a los puentes perdidos en tajamares y lagunas,
porque hubieron puentes sin doseles ni barandas
para que los cormoranes de agua dulce,
y desde un lento mirador de fierro con remaches,
escrutaran mejor el fondo de aguas verdes.
Otoño 1983
Pero un puente blanco cruza sobre buques contenedores
y el río se detiene en camalotes.
Amanece y hay niebla allá abajo, y entre la niebla
viejas embarcaciones buscan una isla, y un amarradero.
El río es un viajero silencioso cuando se va en la niebla;
los sauces en la orilla son filigranas de niebla,
los sarandices en la orilla son las ramas y las hojas de la niebla
y hay culebras en los grandes embalsados,
hay una garza de ojos colorados que mira
y el río apenas marcha con sus barcos extranjeros
mientras un lento carguero, allá arriba,
cruza como levitando por un monte de olores de rocío.
Y es una fina escarcha de verdes traslúcidos la mañana.
Primavera 2009
Tres motocicletas cruzan un puente blanco:
las máquinas quietas como en paradoja cuántica,
porque cuando hay un arroyo de aguas oscuras
siempre es un puente blanco lo que viaja, y cruza.
….
I
El camino
de regreso a la tribu era una fiesta.
La costa tenía el olor del ruido en la cascada.
El río, el venerable río de los pájaros
Tenía dorados que trepaban hasta sus orígenes
y también salmones en épocas de desove,
y astutos lagartos, y el biguá rasante;
las canoas
quedaban en la orilla, y el ruido
de los saltos quedaba en la orilla
impregnado en las puntas de sílex,
y el león andaba cerca bajo los espinillos;
el camino
de regreso a la costa era una fiesta.
No comprendimos
esa fiesta ni esa costa ni esos saltos,
no nos interesó
el salmón errante ni los yacarés exterminados.
Jamás
Nos importó el camino de regreso.
II
Vinieron con teodolitos.
Vinieron con miras telescópicas para caza-mayor.
Esa noche asaron chanchos-jabalíes y se los comieron
y eructaron con placer los ingenieros,
Y en lejanas oficinas los generales también eructaron.
Más tarde llegaron la publicidad y las Caterpilar,
las cartas geográficas para enjaular árboles;
obreros impávidos hicieron cola ante las ventanillas,
llenaron fichas,
tuvieron trabajo
y era en verano.
III
Después cayeron las secretarias, los discursos, los delegados
y los organigramas y los teodolitos
siguieron despatarrando yacarés.
Los laboratorios lamieron el suelo
y las momias, los cachorros y las puntas de flechas
se desintegraban al contacto de esa metalúrgica saliva.
Pero no conformes todavía, al atardecer
Cambiaron de lugar las piedras para hacer mejor puntería.
IV
Amanecieron topadoras.
Sentí quebrarse la madera,
salir al aire las raíces de los pinos,
y el olor de maternidad de la tierra se desprendía liberado.
Hormigas-topadoras amontonaban tierra adormecida
rompiendo los minerales,
topadoras aladas
amontonaban y comían y agusanaban los estratos geológicos,
las galerías tibias de las vizcachas;
con dentelladas epilépticas
emparejaban y amontonaban y comían los montes,
y sin árboles
el cielo de los pájaros fue de acero oscurecido.
V
Poco a poco el sudor agrio de las máquinas
fue adhiriéndose en el sueño de la tierra.
Renacidos de prehistóricas edades
Los grandes cascarudos se llevaron la arena, la piedra verde,
el granito. Y los mansos, los antiguos caminos
sangraban de tanto rugido discordante,
de tantas patas de dinosaurios artillados que los herían.
VI
De todas partes vinieron buscando un futuro
y trabajaron explotados,
y algunos perseguidos por años en la construcción de ese dique.
Invadidos por nuevas hambres
casi todos volvieron a sus miserias.
Con el tiempo sólo trabajaron los obsecuentes,
recomendados, afiliados,
y las mismas fieles secretarias;
pulcros, bien olorosos, refrigerados,
frente a los teléfonos y a las Relaciones Públicas
frente a los ojos sarcos de las computadoras.
VII
Pero no hubo errores.
Cuando terminaron la ataguía
surubíes como cachalotes vieron con ojos quietos el espanto
y escucharon por última vez el lamento del río.
Las grandes bogas legendarias salieron al día
en desconocidos pozos.
Quedamos perdidos sin el río por días y noches,
queríamos sentir la brisa del este en los atardeceres
y solamente veíamos que las entrañas de la tierra
se abrían como hongos resecos
dejando escapar su música de ostras, sus helechos petrificados,
sus piedras de cuarzo azul como era el río en los veranos.
Los dioses de la siesta andaban ingrávidos, desorientados,
cuando llenaron de agua el mundo.
VIII
Y el agua avanzó por tierras oxidadas.
Encerrados los árboles mutilados, y los esqueletos de árboles,
inundados los cráteres de tanta maquinaria,
atinados lagartos huyeron hacia lugares protegidos.
Nuevamente los hombres salieron con sus teodolitos
y sus equipos de radio, y las tortugas, y los tatúes,
los zorros, todos enfermaron de vértigo,
perdieron el rumbo de los olores.
Con cascos blancos y cintas métricas
esos hombres hicieron fácil la puntería.
El crispín lloró y lloró durante noches enteras
y una mañana hubo un holocausto de pájaros
en las alambradas;
y sin embargo, ni bien quedó inaugurado el embalse,
comenzaron a crecer las pirañas y los profesionales.
IX
Los hombres entregaron su ciudad y sus pasados.
Levantaron monumentos y templos al progreso.
Fundaron una teología del desarraigo y se autocomplacieron.
Con el tiempo
ellos también fueron devorados.
Sus recuerdos y sus muertos burbujeaban
bajo el silencio tenue del lago increíble.
Los peces que habían llegado con las aguas
No entendían nada qué eran
esos chisporroteos de alambres retorcidos como algas.
X
Pero el universo respira.
Otra vez desde el principio de la inhalación
y exhalación del alma en las geometrías del amatista,
en la piel de las células,
la vibración en los laberintos del ágata,
en el musgo azul de las constelaciones,
la vibración del sueño entre los minerales
que nos exhala mansamente,
aunque habíamos cambiado de lugar la mirada
y seguíamos oliendo a herrumbre en los poros
y seguíamos sin importarnos
el camino de regreso a la costa
visiones de garzas blancas sobre oscuras piedras
me revelaron
visiones del río en las futuras edades,
visiones de naves en los atardereces lentos,
visiones de aladas mentes navegando
en el color azul y en el color dorado.
XI
Las pupilas que se abren al asombro
descubren el imperceptible temblor de los labios
y una penas dilatado sol de azul profundo
que se sumerge en el cráneo y recorre la espina dorsal
con el susurro del prana y el apana,
con el susurro de las colinas donde veo olor
que han dejado las hojas en otros otoños.
Camino en la memoria de muchos árboles
y en la energía cinética de las moléculas,
camino en el pensamiento de un mundo que está creándose.
La mirada interior flamea en un aire de consagraciones.
XII
Y las pupilas que se abren al asombro
descubren el alerta sueño de la tierra,
descubren en la columna el centro de gravedad,
descubren en el cuerpo la oscilación del justo péndulo
penetrando lentamente el movimiento de los sauces,
muy lentamente la quietud silenciosa del viento.
El color de las ideas anduvo
por donde la tierra había decidido cerrarse,
con gemidos de guitarra parturienta
desde las grietas escapaba el pesado vapor de las transformaciones.
XIII
Y cuando la tierra soñó que toda renacería
soñó los próximos caminos para las criaturas,
caminos arbolados de encuentros,
originales y a la vez reiterados caminos.
En una tarde de abril o en una noche de plenilunios
soñó al río como una inmensa gárgara espumosa,
y salido de madre el río
vino arrastrando todo lo que pudo ser envuelto y ahogado
y las palabras flotaron
como temblorosas flores aéreas.
Vino revolviendo la historia, exigiéndole justicia a los hombres,
a los hombres que hicieron las instituciones
y a las instituciones
que mandaron fabricar las más máquinas para demoler la vida.
La naturaleza volvió a soñar
y el río de los pájaros fue un río de pájaros acorazados,
fue un río de pájaros carnívoros.
La naturaleza volvió a soñar,
y el camino de regreso a los planetas fue una fiesta.
LILI MARLEENE
El vidrio que golpea la mesa, el tenedor que golpea al vidrio,
la canción desafinada que habla siempre de un amor muerto
o la canción alegre para las almas siempre tristes:
es la última madrugada para los festejantes sobre la tierra,
demasiado temprano se hace tarde cuando se vacían las copas
y las piernas los pies repiten una síncopa de días olvidados;
la cintura abrazada de aquella mujer, el lenguaje de la piel,
el deseo permanente vivo cuando la mirada
dice las palabras más intensas y los labios no atreven
si no se ha bebido del licor cristalino. Afuera,
las casuarinas silban ahora su canción de otoños.
Hay olas grises en los muelles, y no hay pescadores
y chalanas pescadoras que pongan las proas río adentro.
El amanecer es lento, o tal vez ya fue con la última niebla
en las ventanas, y el humo empetrolado de las locomotoras
que tuvieron también su adiós con niebla en los andenes.
Pero la luna con azahares y sobre el río será la misma
cuando las palabras escritas se hayan extinguido,
cuando se hayan olvidado las palabras dichas entre copas.
Y los ojos que miraron, los labios que besaron,
y el lenguaje de la piel, irisada tan solo por la luna
cuando el río se hizo más ancho y más plateado
y los últimos viandantes regresaban con canastas y alegrías.
Pero ahora es solo una esquina cuya luz de farol está ausente.
Nadie espera bajo un sombrero caído de costado. La canción
ya suena lejana. Y nadie espera. Es sólo el viento del recuerdo, que pasa.
PAMPA DE SALAMANCA
Tengo una agenda de números muertos,
calles y direcciones y ciudades que jamás visitaré
y están muertos no sé desde cuándo ni cómo ni por qué,
ni por qué están muertos en esos papeles
los teléfonos con sus números, con sus distancias,
pero cada tanto un trazo de grueso lápiz,
como un trazo de participio pasado,
elimina un nombre, y el papel se va decolorando
a medida que se colorea año a año, tiempo al tiempo,
y distancias que ya no medimos en rutas sino en olvidos.
La copa quedó sin concluir en aquella mesa.
El fuego quedó sin extinguirse en aquel hogar.
Un suéter dejado en otra casa. Unos zapatos perdidos en algún hotel
cuando caminé una ciudad desconocida y nocturna
hacia terminales de ómnibus que no vuelven.
Las fotos de ya no sabemos quiénes
aunque levemente recordamos una época
por el registro de su entorno, el ambiente, la vestimenta.
Un camino que de pronto se curva entre árboles
por donde habremos pasado alguna vez.
Los labios que nos despidieron en la noche
y todo fue tan turbio con niebla en los fogones y junto al río.
El abrazo que nos dijo —que nos pidió—
que volviésemos en la próxima primavera.
La caricia de una mano que a veces recordamos
en la próxima primavera porque la mano olía a primavera —
Pero de pronto cae una marca sobre un teléfono que no responde,
sobre una calle que sentido no tiene ya
y no sabemos por qué ni desde cuando,
y en la fotografía la imagen está velándose desde entonces
y el suéter, que era rojo, ahora nos parece cobrizo
como liquidambar al otoño, y ya no sabemos, y no importa ya —
Hace tiempo mucho tiempo que no miramos fotografías.
Hace tiempo mucho tiempo este cuaderno de números
viene ilustrándose con fechas ciudades y nombres suprimidos.
Pero igual digo: en abril volveré a tu ciudad
pero ese abril pasa y el año se hace viejo,
y pasa otro abril y el año se hace viejo,
y al siguiente abril ya recordamos que hubo un verano,
que fuimos apenas un sonido solitario en una ruta solitaria
donde el sonido viajaba a noventa de crucero,
donde la ruta viajaba gris en medio del gris
y el sonido era de neumáticos en el asfalto
y era como un mantram, continuo como un mantram, era
una leve turbulencia en las cámaras de combustión,
era un mantram continuo bajo la insolación y el viento,
bajo el infinito derribado en las mesetas,
estrujado entre los dedos, mordido como finísimo polvo que cae,
que cae y queda entre lagrimales y sobre números muertos
hasta que una nueva marca, un trazo de gruesa tinta
hace invisible otra ciudad,
irreconocible el camino que nos acercaba a ella
cuando el sonido viajaba; el resplandor,
a velocidad crucero, viajaba sobre una curva
y otra vez sobre una recta imposible
y otra vez sobre la hipérbole de una depresión
y otra vez sobre astillas del Atlántico en las banquinas.
Pero aquellas geografías pasan, aquellos días pasan
y después el mismo tiempo se hace viejo
y ya no hay trenes hacia un pueblo de provincia
donde poníamos silletas en una plaza con chivatos
para leernos recientes y antiguas escrituras
cuando el verano se derrumbaba con las chicharras.
Pero las geografías pasan, los grandes días pasan.
Hay un crepúsculo de ceniza en los números.
Hay un crepúsculo de ceniza en los nombres.
No encontramos la esquina donde fuimos iluminados,
la calle entre árboles que llegaba hasta tu casa,
la esquina donde el resplandor una vez estuvo,
la calle cuyo nombre tiene ahora una caligrafía negada
mientras siguen las cenizas como esmeriles gastados, cayendo
sobre los mapas,
sobre las distancias,
sobre las ciudades,
sobre las rutas,
sobre tu mirada,
sobre tu nombre.
Juan Meneguín (1958, Entre Ríos). Publicó en poesía "Cantos apocalípticos" (1987), "Ragas en la niebla" (1991) "Papel españa" (Plaqueta, 1996), y "Religión de Misterios" (Fray Mocho, 1999), “Ragas” (Último Reino, 2006) y "Cuando mi padre comía flores y otros poemas" (Ed. Río de los Pájaros, Colección Pliegos del Altillo, 2012)
Dirige las Ediciones Río de los Pájaros, un emprendimiento editorial autogestionario e independiente, en donde difunde a poetas y narradores de la Mesopotamia.
Ha participado en numerosos encuentros. En 1998, su obra "Religión de Misterios" recibió el Premio Fray Mocho de poesía, máxima distinción literaria de la Provincia de Entre Ríos.