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Macedonio Fernández : Una presencia mítica. Por David Sorbille
11.01.2025 15:23 |
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En el año 1924 se funda la revista Martín Fierro, que reunía a los escritores más representativos de la época. Mientras el modernismo tenía como abanderado a Leopoldo Lugones, el movimiento martinfierrista proponía otras alternativas desde el punto de vista estético y formal.
En ese contexto, surge la figura influyente de Macedonio Fernández (1874-1952), quien se definió como un “escritor de comienzos”, aunque no desconocía que “el principio del discurso es su parte más difícil”.
Sin embargo, en esa aparente dicotomía, se situaba una forma de meditar y sentir su experiencia vital; pues, como bien señaló César Fernández Moreno: “Macedonio Fernández no concibió nada más perfecto que la pasión… escribir es obviamente secundario, ya que la pasión puede realizarse tanto en las letras como en la vida”.
De ahí que, parafraseando a Santiago Sylvester, Macedonio desarrolló su teoría poética bajo un título que ya es una definición: “Poema de poesía del pensar” que complementa con su versión de arte consciente, reflexivo y de vanguardia.
La realidad de Macedonio surgía de la metafísica, esa fuente natural de su riqueza conceptual y su notable estilo digresivo. La negación del tiempo y el espacio, es una prolongación de su idea del ser como una sensibilidad exenta de yoísmo. La sustancia de su activa reflexión, subvierte lo circundante e indaga en el universo de lo humano y en la problemática del arte. Macedonio juega con el principio de identidad, y sostiene que la intensidad es la esencia de lo absoluto.
En su cosmovisión, la plenitud está en el vacío. El criterio socrático de Macedonio, invita al ejercicio de un pensamiento libre de ataduras convencionales. Su propuesta es ingeniosa y a la vez contradictoria, porque la esencia del pensar no es un compartimiento estanco, sino una manifestación polémica y vital, que precisa de un “arduo ejercicio de la madurez”.
Macedonio insta a no inmovilizar el pensamiento, a darle alas a la razón subyacente, a destacar que si un fragmento es una obra de arte, “debe ser construido como si fuese una totalidad”. Además, -como lo explica Susana Cella- elabora una concepción del Arte verdadero definido como “Belarte”, compuesta por tres géneros puros: “la Metáfora o Poesía, la Humorística conceptual y la Novela o prosa del personaje”.
Asimismo, examina críticamente la construcción del hecho literario y desarrolla una teoría de la novela no escrita, en donde el lector se suma a la experiencia estructural de la escritura, del texto y el contexto, y la innovación de la obra abierta.
En sus escritos misceláneos, no diferencia la teoría de la ficción y plantea problemas metafísicos y experimentales que anteceden a otros eminentes teóricos del tema. La literatura que ofrece, es una combinación de paradojas atravesadas por el absurdo y el rechazo al realismo. Lo sentido es y es siempre actual, en donde la existencia es la esencia del Universo y la Belleza es la armonía que lo rige. “El estilo de ensueño –dice Macedonio- es la única forma posible del Ser, su única versión concebible”.
En esa línea nos deslumbra cuando señala: “Vigilia, tú no eres todo, hay un despertar más profundo; conocimiento místico, y sueños detrás de los párpados cerrados”.
La revelación de su poética, adquiere el valor emocional de lo trascendente. Por eso, subraya: “El ser es místico, es decir, pleno en cada uno de sus estados...”.
En 1901, Macedonio contrajo enlace con Elena de Obieta, y en 1904, la revista Martin Fierro publica los poemas La tarde y Dulce encantamiento, en donde se aprecia las características y modalidades sintácticas de una nueva poesía. En esos años, mantiene correspondencia con el filósofo norteamericano William James, y conoce a Horacio Quiroga en 1911, cuando ocupa en la provincia de Misiones, el efímero puesto de fiscal en el juzgado de la ciudad de Posadas.
Luego, su vida se ve gravemente afectada por la muerte de su esposa, acaecida en 1920. A partir de entonces, entrega a sus hijos: Macedonio, Adolfo, Jorge y Elena, al cuidado de familiares cercanos, abandona la práctica de la abogacía y deambula en humildes cuartos de pensión, empleando su tiempo en interpretar preludios de Bach con su guitarra. Asimismo, se encierra aún más en su mundo mítico, e inmortaliza su amor perdido en el célebre poema Elena Bellamuerte, que publicará la revista Sur en 1941.
Además, esa figura de mujer impar, será: La Eterna, La Dulce Persona, o La Persona Máxima, recordada para siempre en sus textos.
En los versos de Amor se fue, Macedonio nos dice: “Amor se fue; mientras duró / de todo hizo placer. / Cuando se fue / nada quedó que no doliera”. Es así, como su existencia queda sujeta al camino de la meditación y la soledad. Sin embargo, en 1921 se contacta con Jorge Luís Borges y la vanguardia porteña, colaborando en las revistas Proa y Martín Fierro.
Los jóvenes ultraístas rodean a Macedonio, quien se convierte en un guía, un adelantado en la materia de imaginar y renovar ideas, lejos de lo solemne y con un saludable sentido del humor. Es que su notable locuacidad, tiene preeminencia sobre sus escritos, no pensados para ser editados, pero a instancias de sus amigos Leopoldo Marechal, Francisco Luis Bernárdez y Raúl Scalibrini Ortiz, publica en 1928: No todo es vigilia la de los ojos abiertos. El pensamiento macedoniano fluye virtuoso en este libro que desafía lo dogmático con una apertura al lector como factor determinante en la concepción de una filosofía original que consagra a la Pasión o Altruística, como fuente de toda certeza.
El Ser adquiere sentido en esa instancia, y todo lo demás es contingente, porque fuera o después de la misma, no hay más que rutina de la existencia.
Al respecto, Macedonio, capaz de imaginar desde su morada humilde, un mundo sin hambre ni clases sociales, ingenioso, sugerente, profundo conocedor del alma, es el que le enseña a Raúl Scalabrini Ortiz, a observar los acontecimientos desde una óptica nacional, y a no entrar en los cenáculos de los escritores abstraídos en artificios intrascendentes.
Y será Scalabrini, el elegido para escribir el prólogo a esa obra fundamental de Macedonio, quien le pide no hacer mención a las cualidades que lo distinguen.
No obstante, Raúl le responde con gentileza y admiración, que lo que su amigo quiere es no entrar solo en la eternidad. Un año después, apareció una recopilación de sus textos misceláneos con el título: Papeles de recienvenido, donde desarrolla sus ideas y ocurrencias con agudeza y humorismo.
La generosidad de Macedonio se corresponde con el destino de su obra que nunca admitió un mundo rígido, y tampoco fue considerada solamente como fuente de inspiración. Jorge Luís Borges dirá: “Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura”.
Su escritura lo define en el constante cuestionamiento de la realidad, en la participación del lector como parte de un diálogo que desafía a la ficción, y en el desapego a los géneros literarios convencionales.
Macedonio experimenta con un lenguaje coloquial desde la fantasía, la paradoja, la metafísica, y la ironía. El humor conceptual adquiere su verdadera dimensión, como destaca Ana María Barrenechea: “es motor de una escritura que no reconoce fronteras”.
La tensión que exponen sus hallazgos literarios bordea la fragmentación, pues su objetivo es alterar la percepción de lo conocido y anunciar la pasión como rectora de un deseo que no tiene fin, sino que plantea la eternidad que suspende el tiempo en el espacio, pues la eternidad es la escritura concebida para atenuar o conjurar las derivaciones del fatalismo existencial.
Es así como, la ficción y la realidad se conjugan en una simbiosis lúdica de especulaciones metafísicas y relatos fantásticos destinados a eludir desde la imaginación creativa, el pesimismo filosófico de Arthur Schopenhauer: uno de sus referentes más consultados.
Ricardo Píglia sostiene: “La ficción macedoniana crece desmesuradamente, rompe sus propios límites, actúa sobre la realidad y la conquista”, como puede apreciarse en el singular cuento El zapallo que se hizo cosmos, verdadera revelación de Macedonio para lograr la inmortalidad.
Su originalidad expuesta en diversos estudios, conforman el universo intelectual de un indiscutido forjador de ideas. Los diferentes enfoques y meditaciones, sus críticas innovadoras, sus teorías del valor del esfuerzo, del Estado, la salud, el arte, la novela y la humorística, son imprescindibles para comprender los fundamentos de su dimensión filosófica.
La concepción de su creatividad no tenía límites, y tampoco lo impulsaba la necesidad de divulgar sus obras. Sin embargo, en 1941 se publica en Santiago de Chile, Una novela que comienza. Luego, entre 1944-45, colabora en la revista Papeles de Buenos Aires que dirigían sus hijos Adolfo y Jorge, quienes lo acompañarán en el departamento de la Avenida Las Heras 4015, su último lugar de residencia.
En aquellos años, Macedonio concluye la escritura de las grandes obras: Museo de la Novela de la Eterna y Adriana Buenos Aires (Última novela mala).
Recluido por voluntad propia, “el andarín callejero –dice Álvaro Abós- sólo sale para algunos paseos por los alrededores. Las fotos muestran una imagen cada vez más descarnada. El hermoso anciano de cabellos y barba blanca se adelgaza, se afina, se convierte en puro espíritu”.
Macedonio Fernández fallece el 10 de febrero de 1952. Su talento magistral atravesó una época, dejando huellas definitivas en el itinerario de la literatura contemporánea. Su pensamiento autónomo, celebratorio de la “Beldad civil” y la fraternidad universal, lo definieron adversario de los extremos ideológicos que se funden en un maximalismo plutocrático que coarta la libertad del hombre. Macedonio, concebía que el objeto del arte, aún caótico, debe partir únicamente de la construcción. Asimismo, sabía burlarse de los egos indolentes que se creen tocados por la varita mágica de una supuesta deidad, y los denunció con humor por “envanecerse de haber nacido en algún punto”.
El carácter dialógico de sus textos, en donde el lector se convierte en cómplice del autor, demuestra que el texto, aunque producto de una autoría personal, implica ser un resultado colectivo, porque sin contexto, no hay texto; o según Rubén Balseiro: “Solo podemos ser viajeros en los poemas de otro, por lo tanto, no existe poesía sin lector”.
Es así como, en el acto de la lectura, debemos tener en cuenta el dinamismo de un pensamiento metafísico emocional, al decir de Jorge Luis Borges, que se nutre de tesis y reflexiones que requieren no sacarlas de contexto. Pues, según José Isaacson: “Una lectura de Macedonio Fernández no puede ser maniqueísta y, en rigor –como ocurre con toda verdadera lectura-, leer a Macedonio equivale a reescribirlo”, o como afirma Noé Jitrik: “ya no se puede escribir en la Argentina como si Macedonio no hubiera existido, el solipsismo ha abierto paradójicamente la historia y la ha hecho cambiar”.
De ahí que, como epílogo destaco las palabras que he seleccionado de Raúl Scalabrini Ortiz despidiendo al entrañable amigo: “Para mí, la metafísica y el humorismo fueron en él puertas por donde evadirse de los constantes, de los profundos miedos de su carne y de su alma. Acaso fueron estos necesarios para la obra admirable que nos deja y para que nos reunamos hoy aquí, como lo hacemos, con una congoja no habitual para despedir un ser de excepción, maestro admirado y amigo querido como lo fue Macedonio”.
Bibliografía:
SORBILLE, David Antonio; Macedonio en mi vida y otros ensayos. Enigma Editores, 2018.